Vulnerable: reconociendo la fragilidad
Ser madre me hizo ser consciente por primera vez de mi fuerza y, sobre todo, de mi fragilidad. Hasta entonces, mi vida transcurría en el vaivén de las certezas, de mostrar una imagen fuerte y correcta. Fue sencillo. Sin embargo, tras el parto, un sentimiento de ingravidez se instaló sobre muchas de mis inamovibles creencias.
Lo reconozco, ser madre me hizo ser consciente por primera vez de mi fuerza y, sobre todo, de mi fragilidad. Hasta entonces, mi vida transcurría en el vaivén de las certezas, de mostrar una imagen fuerte y correcta. Fue sencillo. Sin embargo, tras el parto, un sentimiento de ingravidez se instaló sobre muchas de mis inamovibles creencias. Recuerdo el posparto, el puerperio y esa extraña emoción que me partía el alma en dos, sintiéndome triste, desolada con mi hijo en brazos sin saber cómo ni por qué. La maternidad te trastoca y te cuestiona todas las respuestas.
Saberme imperfecta y hacer mío el lema: "Solo sé que no sé nada" llegó con mis hijos y ahí se quedó grabado en la conciencia. Afortunadamente. Una lección imponente. Adaptación y flexibilidad. Conocer las limitaciones, convivir con los aciertos y errores. A partir de entonces, acepté la fragilidad como parte esencial de lo cotidiano y, lo reconozco, me va mucho mejor.
Todos lo sabemos. Se premia y se admira la fuerza, el poderío, la seguridad. Imagen y brillo. Apariencia y poder. A algunas personas les incomoda pedir perdón, reconocer errores. Se sienten, usando sus mismas palabras, "más pequeñitos". Aceptar delante de los otros, y sobre todo, de nosotros mismos, que somos vulnerables y que erramos no es fácil. Pero es sanador, como si de pronto, tras decirlo, saliera del pecho una paloma camino del cielo. Recuerdo la primera vez que pedí perdón a mis hijos pequeños. Supuso un tremendo esfuerzo, lo reconozco, pero hizo que me sintiera mucho mejor.
No nos gusta mostrarnos frágiles. Lo sé, nos hace vulnerables y nos deja con el alma en cueros ante el mundo y sus gentes. Contamos con tantos disfraces como el atrezzo de un teatro. Un repertorio de registros y alternativas que a veces nos dañan en vez de protegernos. Lo sensato, creo, es aceptar nuestra inconsistencia. Hace falta mucho valor para admitir nuestras imperfecciones. Imperfecciones, que por cierto, todo el mundo, hasta los más admirados e intocables, poseen.
En ocasiones, confundimos debilidad con fragilidad. Son cosas distintas. La fragilidad convive con la fortaleza, como entrañables amigos, mientras que la debilidad va unida con la dureza en el trato, como un amigo interesado.
Ser vulnerable es aceptar que podemos caer, que nos pueden dañar y, sin embargo, podemos levantarnos. Por el contrario, ser débil conlleva esperar o delegar en los otros la responsabilidad de levantarnos. Cuando los débiles ostentan el poder, pueden llegar a ser auténticos tiranos.
Brené Brown, una prestigiosa socióloga estadounidense, ha dado un giro a nuestras creencias con su defensa e investigación sobre El poder de la vulnerabilidad.
Aceptar nuestros miedos, derrotas, inseguridades y esas cosillas nuestras es lo que nos hace personas, seres más fuertes. Estoy convencida de que el mundo sería mejor, más humano y compasivo, si todos admitiéramos la vulnerabilidad como parte intrínseca de nuestro ser. Creo que es el auténtico legado que podemos dejar a nuestros hijos. Enseñarles a abrazar -como nosotros debemos hacer- la fragilidad para levantarnos una y mil veces más.
Este post fue publicado originalmente en el blog de la autora