The Rocky Horror Show, 40 años después: ¿Science Fiction?
El Rocky Horror Show era transgresor, cutre y brillante a la vez, sonrojador de rostros ansiosos de una sexualidad encerrada en el cuarto oscuro, y tenía una música poderosa y sugerente.
Recuerdo perfectamente la cara que tenía uno de los camareros del Cerebro Music Hall cuando entró en mi camerino y acertó a decirme que "una delegación de actores" -y lo de delegación lo dijo con expresión marciana y notable dificultad- quería hablar conmigo en la puerta de acceso de personal. Ante mi pequeño titubeo intentando comprender de qué podía tratarse, justo antes de empezar la primera función, (y eran las 11 de la noche), se apresuró a decirme que le habían dicho que era muy urgente y muy importante.
Sin dudarlo, recorrí el estrecho pasillo que llevaba al office general, donde los camareros se cruzaban a toda velocidad llevando sus bandejas llenas de copas y, después de atravesar sin incidentes aquella especie de lluvia de meteoritos, llegué a la puerta entreabierta de acceso. Las caras de Ana Belén y de Tina Sáinz asomaban entre el resto de compañeros que formaban la mencionada delegación.
"Pedro Mari", se apresuró Tina a decir, "tenéis que suspender; tienes que parar la función, si no lo haces tú nadie va a tener la fuerza para suspender". Me quedé absolutamente noqueado. ¿De qué hablaban? ¿Qué había pasado? ¿Por qué había que parar?
"¿No te has enterado de nada?" -me dijo entonces Ana Belén-. "La Comisión de los Once, las negociaciones rotas con el Sindicato Vertical..." La expresión marciana, ahora, era la mía. Estábamos en Madrid, en 1975, representando, desde hacía meses, en vida de Franco, The Rocky Horror Show, el musical más transgresor de todo el mundo. Y yo, en todos los sentidos, me acababa de caer del guindo.
Archivo fotográfico del autor
Así todo por aquel entonces. Las cosas sucedían tan clandestinamente que ni ellas mismas se enteraban de que habían ocurrido. El Rocky -de cuyo estreno en un cine en obras de Londres, se cumplen 40 años- tenía todos los ingredientes para encajar en Madrid, aunque pueda parecer paradójico: una ciudad en la que se apretujaban los disparates urbanísticos y sociales de las primeras periferias de aquel pueblo grande que aspiraba a ser gran urbe, las compras caras de la calle Serrano, las veladas de lucha y boxeo en el Campo del Gas, los aperitivos chic en el barrio de Salamanca, las primeras discotecas, que eran tales pues se escuchaba música y se bebía, sustituyendo a las salas de baile, las peleas de barrio contra barrio que coleaban desde West Side Story, el SEPU, que era una muestra de general store pero montada por un manchego y en pequeño -aunque en la Gran Vía-, y universitarios que vestían gruesos jerseys de lana incluso en verano para amortiguar los porrazos de los grises.
El Rocky era transgresor, cutre y brillante a la vez, sonrojador de rostros ansiosos de una sexualidad encerrada en el cuarto oscuro, y tenía una música poderosa y sugerente. Nuestro productor en España, Arturo González, confiaba tan poco en que la empresa saliera adelante que, el día que salimos milagrosamente airosos del pase de censura, nos invitó a una mariscada en lugar de postín; cosa que debió salirle por un riñón, pero menos que perder todo lo invertido hasta ese momento en la producción del musical.
Cuando los primeros punkies poblaban la City de Londres, el Rocky se representaba en Madrid. Asombroso, ¿no? Por nuestro Rocky pasó Candice Bergen, que se llevó una enorme sorpresa al comprobar, cuando entró en el camerino para saludar, que yo le llegaba a la altura de su sugerente pecho, y se mató de risa y yo menos, y también Lou Adler, productor musical de Carly Simon y productor del Rocky en Los Ángeles que, tras aplaudir como loco, nos dijo que la versión española era la más más powerful de todas...
Y es que Madrid y España bullían y buscaban respiraderos. Las colas para ver la sensación nocturna madrileña en los bajos de la Plaza de los Cubos eran enormes a diario y allí se mezclaban vestidos de largo Mary Quant o pantalones de tergal beige, con los blazers auténticos y carísimos del Duque Borbón, aspirante al trono de España, muerto años más tarde en real y trágico accidente de cumbres nevadas. Acompañado siempre de un grupo de caballeros, asistía con una frecuencia insospechada al rito de canciones, bailes y tocamientos que aquellos provocadores cómicos realizaban cada noche entre aplausos, silbidos de aprobación e insultos, o maniobras de esquiva de alguna que otra botella de güisqui lanzada por algún parroquiano que descubría que algo se movía en su bragueta a pesar de lo que siempre había creído de sí mismo (aunque no se iba).
Era un fantástico y cutre espectáculo. Lo de 'cutre' no lo digo como insulto. Un café teatro y no un teatro como espacio de representación, pero la ropa la diseñó Yvonne Blake, talentosísima diseñadora, culta, refinada y oscarizada. Baste este dato para comprender el caldero en que se mezclaba todo esto; era como el propio país. El grupo musical, dirigido por Teddy Bautista, gran músico de rock entonces, creador de Los Canarios y muy lejos aún de travestirse en gestor, contaba, por ejemplo, con un desconocido Jesús de la Rosa, antes de su erupción con Triana...
Archivo fotográfico del autor
Este país se movía, aunque no era muy consciente de ello, como yo, aquella noche en la que mis compañeros me pedían suspender la función y me caí del guindo para tantas cosas. Había vivido, hasta entonces, en una especie de limbo y poco sabía de las actividades políticas organizadas en la clandestinidad. "Todo el mundo está al tanto, Pedro Mari, se han mandado hojas de información a todos los teatros desde que comenzó el conflicto", me dijo mi querida Tina Sáinz. Yo me pregunté, si eso era así, por qué razón no había llegado a ese sótano dicha información. Hoy lo sé. No consideraban que fuera teatro 'serio' lo que hacíamos; éramos extraños incluso para nuestros compañeros concienciados y organizados políticamente.
Los partidos en la clandestinidad también estaban impregnados de prejuicios y nosotros, hasta que no hizo falta, no fuimos tenidos en cuenta para formar parte de una lucha en la que había que mostrar, también, un determinado tipo de pedigrí, de clase A, por decir algo.
Ciertas tonterías les siguen pasando factura a nuestra izquierda. No exactamente aquella tontería: otras. Pero en tiempos en los que las esquinas de la Historia vuelven a mostrar unos decorados y unos gobiernos tan parecidos, en forma y discurso, a aquellos de los 70, echo de menos que no hablen, oigan e informen como deberían a los actuales extrañados y que son, finalmente, quienes pagan, de verdad, el pato, y permítanme el eufemismo. Science fiction... Double Picture...