Actores: gritos y susurros
Ser actor, en España, comportaba el estigma de ser un poco menospreciado, social o moralmente, incluso en el caso de grandes y admiradas figuras. Bastaba rascar un poquito y salía de nuevo la famosa sentencia. Era una profesión bastarda que no terminaba de lograr el reconocimiento.
La primera vez que lo escuché fue en mi segundo colegio y se clavó en mis oídos más como una amenaza que como un desprecio: "Todos los artistas no son más que putas y maricones".
Yo acababa de llegar al barrio, un par de meses atrás, y había esperado con una zozobra secreta y espesa el primer día de clase en el nuevo colegio. La verdad es que no tendría por qué haber sido traumático el cambio, pero la mala fortuna hizo que, justo la noche anterior a nuestro traslado, una panda de adolescentes matara a un sereno en los jardines que rodeaban los bloques de casas donde iba a vivir. Lo ahorcaron. Ese suceso condicionó por completo mi entrada en la pubertad y, de alguna manera ya, toda mi vida.
La mía era una profesión de gentes socialmente avanzadas, en relación al entorno, y nos crecíamos ante el insulto con una mezcla de dolor y orgullo, sabiéndonos vanguardia de costumbres y pensamiento; aunque no fuera para tanto, a decir verdad...
Ser actor, en España, comportaba el estigma de ser un poco menospreciado, social o moralmente, incluso en el caso de grandes y admiradas figuras. Bastaba rascar un poquito y salía de nuevo la famosa sentencia. Era una profesión bastarda que no terminaba de lograr el reconocimiento.
Me acuerdo ahora, de esto hace muchos años, unos cincuenta, de los comentarios que sobre mi pelo, largo y despreocupadamente ordenado, hacía, en Italia, un grupo de niños de parecida edad a la mía, entre risas burlonas: "¡Bambina, bambina...!" De nuevo el miedo. "¿También aquí?", pensé... Mi madre se dispuso a defenderme y les dijo que yo no era un bambina, ¡era un bambino! Yo contraataqué, todo ufano, explicándoles que llevaba el pelo así porque era actor, que estaba rodando una película y que era algo necesario para el personaje. "¡Ooooh, attore...! ¿Da vero?" Y se apresuraron a disculparse, avergonzados, ante mi asombro, y a pedirme que jugáramos juntos todos los días en aquel cuidadísimo y elegante parque del Eur romano, muy cerca del hotel donde la productora había decidido alojarnos durante el rodaje de mi primera película en el extranjero.
Por aquí la cosa era un poco más de andar por casa -me refiero al reconocimiento social- y sigue siéndolo. No lo digo como reproche; es una observación que creo razonablemente ajustada a la realidad, nada más.
El telerín, el televisivo, o el telecomedia; estos eran, fundamentalmente, los apodos con que un compañero del nuevo colegio, y que tenía bastante gracia, la verdad, solía utilizar para referirse a mí. Eso reflejaba el tipo de aprecio que un oficio como el mío tenía entre la parroquia. Y no me extraña.
Aquel colegio de barrio, no por humilde era distinto de los más encopetados en una España que no despegaba, como aún hoy. Por más que a la entrada hubiera un cartel que anunciara pomposamente aquello de "legalmente reconocido", no dejaba de ser otro más de los muchos colegio-academia: empotrado en los bajos de una casa de vecinos y cuya puerta de acceso topaba con los bancos de una de las clases, cuya puerta del fondo daba, a su vez, a los bancos de otra clase y así, sucesivamente, hasta llegar al callejón de tierra del fondo: patio de recreo y pabellón deportivo.
Yo nunca pude acceder siquiera a los colegios públicos por pertenecer a esta siempre incómoda profesión para los gobernantes, sean estos cuales fueren. No me quejo: mis bocadillos de sardinas en lata para el recreo y la, un poco canalla, educación recibida me han proporcionado un pelo de la dehesa genuino y lleno de vida.
Rodaje de la película Los invencibles. Foto: Magdalena López.
Resistí, a pesar del miedo -el sereno ahorcado siempre estaba presente- gracias a esta profesión prodigiosa, que me ha plantado en estos 59 vivito, coleando y ya con el miedo justo, a pesar de que, con los necesarios matices, siga oyendo manifestaciones sobre los cómicos, que siento más como una amenaza que como un desprecio, pronunciadas, esta vez, por ministros y altos cargos, revelando así lo que siempre fue: la mala opinión, susurrada en otros momentos menos victoriosos, que tenían sobre todos nosotros y, si me apuran, sobre todos los que no sean ellos.
Pero a todo se sobrevive -hasta que ya uno se muere, claro- y la vida es una continua sorpresa, a veces, incluso, agradable.
Se ha publicado recientemente un informe sobre las cuentas del sector cinematográfico: la realidad, los números, demuestran que esta profesión, esta industria, proporciona al Estado unos ingresos muy superiores a los que recibe.
¡Oh! ¿Pero cómo ha ocurrido? ¿Cómo ha podido suceder...? Me temo que alguien pueda quedar como aquel niño que pegaba sistemáticamente a su hermano, haciendo creer a todos que era al revés, y se quejaba, acusica, a su madre, hasta que un día fue cazado propinando una paliza regular al susodicho y todo quedó al descubierto.
No digo más, aunque, visto lo visto, en el caso del cine y sus detractores, no sería extraño que, tras saberse la verdad, fueran capaces de negar la evidencia; seguir golpeando y quejarse, al tiempo, como víctimas de los golpes.
Es marca de la casa y de esta España nuestra, también.