Un niño de los ochenta
Cada cual tendrá que hacer su examen de conciencia. Los que asesinaron, los que aplaudieron y los que miraron a otro lado. Todos. A los que crecimos rodeados de eso y nunca hemos conocido otra cosa, o casi, que la dictadura terrorista de ETA y su monotema, nos toca aprender a vivir en libertad. Sí, eso también se aprende. Se ejerce y se exige. Yo fui un niño de los 80, en Euskadi. Me alegro de que mis hijas no tengan que pasar por lo que yo pasé, y me alegro de que mis padres estén aquí para verlo. No todos han tenido esa suerte.
Foto: EFE
Cada uno tiene su particular recuerdo y versión de los 80. La Movida madrileña, la New Wave, Almodóvar, Verano Azul... y es que los 80 son muchas cosas. Los 80 son también las dos únicas e históricas ligas que ganó la Real Sociedad, los 80 son Arconada, el mejor portero del mundo y de todos los tiempos, los 80 son les enfants du rock en la tele francesa.
Los 80 son también la humedad y la lluvia constantes, son días de huelga en los que solo dos niños íbamos a clase. Los 80 son jugar al escondite y tener que salir corriendo cuando explota una bomba detrás de ti. Los 80 eran las jeringuillas en el suelo camino del colegio, los 80 eran que tu padre te preguntara si te habías despertado con la bomba de esa noche, y luego ver un concesionario de coches destrozado, también camino del colegio. Los 80 eran ver tanquetas al final de la calle. Los 80 eran ver coches policía explotar al otro lado del rio y oír las ráfagas de metralleta.
Pero los 80, sobre todo los primeros 80, son también los Clicks. Sí, los Clicks de Famobil, que no Playmobil, como luego. Yo solía jugar a Clicks de indios y vaqueros. Quizás por eso cuando en mis pesadillas de niño soñaba que me secuestraba la ETA, ¡lo hacían con arcos y flechas!
En mi caso particular, los 80 fueron también ir a un colegio bajo amenaza, con camioneta de policía delante de la puerta, y un aula chamuscada por la noche a base de cócteles molotov. Los 80 era que te silbaran e insultaran en la tamborrada por ser del colegio francés. (Los 80 eran la época del boicot a Francia) Quizás por eso hoy le tengo tanta tirria a la "fiesta nacional donostiarra" con sus niños vestidos de militares desfilando detrás de las banderas. Los 80 eran también las pintadas en las calles, y en mi caso, incluso en la escalera y en la mismísima puerta de casa.
Finalmente, los 80 fueron irse a vivir fuera, a Barcelona, la Barcelona preolímpica y post-Hipercor..., y que te llamaran etarra solo por ser vasco.
Todo eso eran los 80. Pero yo, como muchos, y a pesar de todo, guardo un buen recuerdo de los 80. Más raro se me hizo volver, ya a principios de los 90, y enterarme con 16 años, un sábado como otro cualquiera a la hora del aperitivo que la amenaza no solo había sido ambiental sino real y concreta: "Tu tío tuvo la carta, yo tuve un comando." Esas fueron las palabras de mi padre. Un comando, con toda la información: dirección, coche, modelo, matrícula, colegio de los niños, horarios etc., etc. Y dispuesto a actuar, claro. Arrestado justo a tiempo.
Luego llegó el resto de los 90 y los 2000 con su "socialización del sufrimiento", que tampoco estuvo mal... Afortunadamente, el azar, el destino y también algo de voluntad propia hicieron que no me quedara mucho tiempo tampoco esta vez. Lo cual nunca me impidió mantener vínculos y unos mínimos compromisos cívicos y éticos con mi tierra y ciudad natales cuando tenía ocasión de aparecer por aquí.
Hoy es el día en que he vuelto definitivamente - y desde hace ya algún tiempo-, pero no dejo de sentirme como un extranjero y un extraño en mi propia tierra. A veces directamente como un marciano que no se rige por los parámetros socialmente establecidos, y mucho menos los de mi generación, la de los niños de los 80. No me importa, casi prefiero que así sea.
Me he acordado de todo esto porque recientemente ha recalado en Zarautz la exposición itinerante Plaza de la Memoria, organizada por el Instituto Gogora del Gobierno Vasco, una exposición interesante, aunque criticable, pero con un inequívoco y acertado mensaje central: no se puede vivir con odio.
Pues bien, tuve ocasión de cruzar unas pocas palabras con la directora del Instituto Gogora, Aintzane Ezenarro, el día de la inauguración. Me preguntó si yo había llevado escolta, a lo que primero respondí que no, que yo empecé más tarde de concejal, pero luego rectifiqué: "Bueno, sí, la de mi padre, que fue de las primeras escoltas..." "Ah, un niño de los 80", fue su rápida respuesta y a la que le he estado dando vueltas desde entonces y por la que me he animado a escribir estas líneas.
Cada cual tendrá que hacer su examen de conciencia. Los que asesinaron, los que aplaudieron y los que miraron a otro lado. Todos. A los que crecimos rodeados de eso y nunca hemos conocido otra cosa, o casi, que la dictadura terrorista de ETA y su monotema -con mayor o menor intensidad, de cerca o de lejos-, nos toca aprender a vivir en libertad. Sí, eso también se aprende. Se ejerce y se exige.
No me creo las teorías del conflicto. Ni creo en la consiguiente reconciliación, ni siquiera en la Paz. Ni creo en una convivencia devaluada en la que los asesinos no estén en la cárcel. No es mala fe, simplemente no me interesa. Solo me interesa la Libertad, con mayúscula, la que presupone ley, justicia, memoria y paz para todos, y no entiende ni de pueblos ni de patrias. Al fin y al cabo, y como dijo Fernando Savater en alguna ocasión, "la única patria decente que hay en el mundo es la infancia", y mi infancia fueron los 80 en San Sebastián.
Sí, yo fui un niño de los 80, en Euskadi. Me alegro de que mis hijas no tengan que pasar por lo que yo pasé, y me alegro de que mis padres estén aquí para verlo. No todos han tenido esa suerte.