'Ma ma': fundido en azul
No creo exagerar si digo que en 'Ma Ma', de Julio Medem, Penélope Cruz realiza uno de los grandes trabajos de su ya extensa carrera. Todo gira alrededor de ella, sí, pero, para ser justos, también hay que señalar que está muy bien arropada por los trabajos, diferentes y complementarios entre sí, de Luis Tosar y Asier Etxeandia
Una niña rubia de cinco años camina por los parajes helados de Siberia. Ése es el poético e inquietante comienzo de Ma ma. Aún no lo sabemos, pero esa niña rubia de cinco años, caminando por esos parajes helados o flotando sobre las cálidas aguas de un mar de verano, será la metáfora que atraviese toda la película de Julio Medem. La vida -como aquel dique contra el Pacífico de la novela de Marguerite Duras- contra la muerte. La vida que, a pesar de desarrollarse en un cuerpo brutalmente herido, consigue salir adelante: balbucear, sonreír, mantener muy abiertos los ojos (esos ojos grandes y expresivos que heredará de su madre).
Como también lo hacía la protagonista de aquella obra maestra de Krzysztof Kieslowski , Azul, única superviviente del accidente automovilístico en el que moría su familia y que le ganaba la partida a la muerte (numerosos fundidos en azul y tintineos musicales que remitían siempre a ese color). O, aunque sólo fuese por unos instantes confusos y extraños, lograba mantener los ojos abiertos -ojos también grandes y expresivos, los ojos de Najwa Nimri- Ana, la novia de Otto, en la que probablemente sea la mejor película de Julio Medem hasta el momento, Los amantes del Círculo Polar (más fundidos en azul, también parajes helados y precisos tintineos musicales).
No desvelamos nada si decimos que a Magda, la protagonista, le diagnostican un cáncer en el pecho. Y tampoco desvelamos nada si decimos que a partir de ahí, de ese diagnóstico, atravesará todos los estados emocionales posibles. La rabia, el dolor, la impotencia, la resignación, el optimismo. Sí, el optimismo. La propia Penélope, en una de las entrevistas promocionales, ha dicho que el optimismo no es algo superficial, y que hay que tener muchos cojones para practicarlo y defenderlo. Y aparte de estar de acuerdo con esa afirmación, son esas palabras, precisamente, la clave de esta película que, pese a lo terrible del tema que trata, tiende más a la luminosidad que a la tragedia. El optimismo para enfrentarse al dolor. Eso no quita, como es lógico, que la película esté repleta de momentos muy emotivos, dado el viaje que la enfermedad emprende en su cuerpo y las circunstancias que irán rodeando a ese viaje. Para ello, para ese viaje terrible en el que se ha optado a pesar de todo por el optimismo, se necesitaba a una gran actriz. Ahí está Penélope Cruz. El rostro de la actriz ha cambiado. No ha envejecido: ha cambiado, simplemente. Y con el cambio ha dado un paso adelante como actriz. A través de ese rostro, asistimos a todos los estados de ánimo por los que atraviesa el personaje hasta alcanzar ese optimismo que no es, como la propia actriz ha señalado en esa entrevista, algo superficial, sino más bien todo lo contrario. Hay que conocer algunos infiernos para llegar a valorar y asentarse en ese optimismo. Hay que haber aprendido mucho para salir airosa de ese pequeño monólogo que su personaje graba con el móvil. No creo exagerar si digo que la actriz realiza uno de los grandes trabajos de su ya extensa carrera. Todo gira alrededor de ella, sí, pero, para ser justos, también hay que señalar que está muy bien arropada por los trabajos, diferentes y complementarios entre sí, de Luis Tosar y Asier Etxeandia.
La música, esencial en las películas de Medem, vuelve a encontrar en Alberto Iglesias un cómplice excepcional. Esa música que arropa en el dolor, que calibra el optimismo, que acompaña a la niña rubia de cinco años por los parajes helados de Siberia. Esa niña rubia que, atrapada en metáfora y fotografía, es la brújula imprescindible de este hermoso y sereno viaje.