'Los guapos' o darle un trago largo a la cerveza amarga del barrio
Y brindar: ¡a su salud, señor Trueba!
La expectación creada por Los guapos de David Trueba que se acaba de estrenar en el Teatro María Guerrero del Dramático hizo que el estreno fuera una alfombra roja teatral. Una expectación que a tenor de los aplausos finales había sido excesiva y se frustró durante la representación, cuando en Madrid se aplaude casi cualquier cosa y más en un estreno con un cabeza de cartel como Trueba. Por lo que la primera pregunta que hay que responder es ¿qué pasó?
¿Puede que la gente de teatro sintiera que se invadía su espacio? ¿Puede que se acepte mal que un recién llegado a esto del teatro se le de una plaza con tanta relevancia como es la sala grande del Teatro María Guerrero? ¿Puede que las historias de barrio, de gente corriente, hayan dejado de interesar? ¿Puede que las formas y maneras de rodar y escribir de David Trueba se perdieran en su traducción a las formas teatrales?
Son preguntas pertinentes. Aunque, hay que reconocer que las tres primeras deberían responderse haciendo un estudio demoscópico entre la profesión y el público. Lo demás serían simplemente conjeturas. Y la otra, es en lo inmediato, asunto de la crítica, y, a largo plazo, asunto académico.
Por tanto, es necesario focalizarse. En este caso de forma inmediata pues se trata de una crítica. Comenzando por contar la historia de esta obra. La de unos casi cuarentones que quedan en el misero barrio en el que vivieron y se conocieron. El encuentro es en el bar de siempre. El del barrio. Donde los chavales jugaban al pinball. Donde ella y su hermano, los guapos del barrio, reinaban.
Ella, Nuria, es ahora una tirada. Llama a Pablo, el que fuera su más que amigo. Lo ha visto recientemente en la tele ganando un pleito en Estrasburgo defendiendo el derecho a la vivienda de una familia rumana que vive en España. Él es un abogado solidario de éxito, como dice la televisión.
Eso la hace pensar que sería el mejor para defender su caso. Llevar una demanda contra una potente empresa de bastones-silla. Ese invento para poder andar y, cuando se está cansado, poder sentarse. Ella se la regaló a su madre y esta, ya anciana, agotada por la vida y poco dada a salir de casa, la usaba como taburete en la cocina, pues no tenía otro. El caso es que el taburete se rompe, la madre se cae, se golpea en la cabeza, se desangra y muere.
¿Qué queda de aquello ahora que él es un abogado de éxito que vive en un barrio del centro y ella una don nadie que vive en un barrio más que periférico? Ahora que es él el admirado cuando le ven por el barrio, el guapo, y ella, es la apestada por la mala vida que llevó junto a su hermano y la que le dio a su católica y refranera madre. ¿Lo que queda de aquella adolescencia será suficiente para que él le lleve el caso? ¿Y que luche por ganarlo como el de los rumanos?
Si el teatro es conflicto, no hay duda de que en esta obra lo hay. Un conflicto muy actual. El de qué pasa con el ascensor social cuando alguien asciende. ¿Se queda uno para siempre en el piso de arriba, en el ático? Cuando alguien deja el barrio de su paupérrima infancia y adolescencia y ha sido capaz de situarse económicamente bien en la vida, vivir en el centro y abandonar la periferia, el margen.
Qué postura adoptar frente aquellos colegas que no supieron o no pudieron situarse tan bien en la vida. ¿Es más fácil solidarizarse con unos inmigrantes rumanos que con esa amiga, que fue fascinante y ahora es chunga y recuerda esa pobreza que mentalmente todavía no has abandonado y te sigue atemorizando? ¿Es más fácil solidarizarse con aquellos con los que no se tiene un vínculo emocional que con aquellos con los que se construyó una sentimentalidad y una forma de entender el mundo? ¿Con aquellos que a la mínima de cambio te recuerdan lo ridículo que eras y, posiblemente, sigues siéndolo? ¿Cómo te haces cargo de la desgracia ajena en la que median vínculos afectivos y emocionales sin perderte ni perder la comodidad y confortabilidad conseguida en el intento?
Sí, todas esas preguntas surgen de lo que se ve en escena. Donde parece que sucede poco más que una conversación diferida entre aquellos amigos de la infancia. Donde una de las partes, la más desfavorecida, apela a la emoción de aquellos años y recuerda al triunfador, lo tontolaba que parecía, como forma de picarle y atraerle para su causa. En la que él ya era rico, por el simple hecho de tener un pueblo en el que pasar las vacaciones, que era tener algo, poder abandonar el barrio en verano, y olvidarse de ella y del ambiente proletario en el que vivían.
No hay nada glamuroso ni sublime en esto, es cierto. Como no hay nada glamuroso en la vida diaria. La vida que debería verse en las películas o en el teatro o leerse en las novelas. Algo que se recuerda de una forma directa en el bello y no exento de humor prólogo metateatral que tiene esta obra.
Como no lo hay en un bar de barrio oliendo a fritanga. Por eso asombra que en esa fealdad la escenógrafa Beatriz San Juan haya sabido sacar belleza. Algo que ha hecho combinando cajas de plástico de distintos colores, de esas que se usan para distribuir las botellas de cervezas y refrescos, apiladas en una pared. Colocándolas e iluminándolas de una manera que por momentos parecen el skyline de una gran ciudad cualquiera. Como la que se ve desde los barrios de la periferia. Y, ya que el que dirige es del cine, se podría decir que es como Manhattan visto desde Brooklyn.
Es en ese conflicto sin glamur y sin sublimaciones donde Nuria y Pablo, los protagonistas de la obra interpretados por Anna Alarcón y Vito Sanz, deben moverse. En el que Trueba se lo ha puesto más difícil todavía. Ya que su historia se diluyó como lágrimas en la lluvia debido a la epidemia de drogas que asoló los barrios obreros y proletarios.
Una epidemia que los llenó de criminalidad y se cargó a una generación. Una situación que mueve poco o nada a la melancolía por aquellos tiempos. Esa melancolía en la que se refugian muchas de las obras que tienen, no solo el beneplácito del público, sino de mucha crítica y muchos políticos.
Como interprete, en esta situación solo se puede salir indemne, sobre todo ante la atenta mirada de otros profesionales el día del estreno, si se domina el oficio como sus dos actores protagonistas. Es verdad que en esta primera representación, Anna empezó, tal vez, más floja y Vito muy fuerte. Quizás por eso a ella se la ve crecer hasta hacer volar a su Nuria, y a Vito le cuesta más darle alas a su Pablo.
Algo que con toda probabilidad irá mejorando a medida que acumulen representaciones. Lo que le vendrá bien a un texto que en su aparente banalidad y cercanía, por su lenguaje coloquial, refranes y coletillas, y las circunstancias, parece menos de lo que realmente es. Al que se le pueda afear que escamotee alguna información, como las dudas de Pablo sobre cómo ha podido ser la verdadera muerte de la madre de su amiga, para presentarla al final, en forma de giro de guion.
Un tiempo que hará que sus interpretaciones pasen de artesanía a arte lo que permitirán apreciar más y mejor algunos juegos escénicos. Como el que se traen los dos personajes con el tiempo. Con quién lo marca o quien lo deja marcar. Con esa idea de llegar a tiempo, de llegar antes. Una especie de ética.
O como ese recuerdo de la infancia, primero dicho y luego hecho, en el que a Pablo lo subieron a una mesa vestido con el traje de la comunión y cantó una canción de Julio Iglesias, al estilo de los niños de La Voz Kids. Un momento que permite apreciar la manera acertadamente climática con la que se usa la escasa y atractiva música que se hay en la obra. Hay mucha inteligencia en la manera en la que está montada esa escena.
Es por todo lo anterior por lo que sorprende la reacción fría al final de la función. Pues Trueba juega bien un texto sobre el escenario, montándolo en escenas separadas por fundidos en negro. Y el elenco y el resto del equipo artístico lo acompañan. Hay compromiso con lo que se hace y lo que hacen.
Quizás, el problema está en que la obra interpela al público de forma sencilla, clara y. Les saca del confortable sillón de orejas de las comedias de salón, alguna bien tuneadas como alto producto cultural bajo un lenguaje sublime y/o críptico.
A todos ellos esta obra se los lleva de nuevo al barrio del que proceden. Les sirve unos quintos de cerveza, que ni artesanal, ni IPA, ni ocho cuartos, y les dice: “ey, tú, que has llegado, ¿qué puedes hacer por aquellas personas que fueron tus iguales y que no lo consiguieron? ¿Por aquellas personas que han retrocedido en oportunidades y derechos y que la miseria y la necesidad condiciona unas opiniones, comportamientos y reacciones con las que difícilmente puedes estar de acuerdo?” Solo cabe darle un trago a esa cerveza para saber que amarga. Y brindar: ¡a su salud, señor Trueba!