La paga de los soldados

La paga de los soldados

Siempre está la carne de cañón en medio de los delirios más insensatos.

La paga de los soldados.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

Según rezaba la leyenda, que nunca vi reflejada en una ordenanza, la paga recibida por los soldaditos que no dábamos nuestra vida por la patria, pero perdíamos el tiempo a su servicio (a mí me tocó contar cajas en un almacén; cuando descubrí que los estadillos ni siquiera se archivaban debidamente, el cálculo a ojo se convirtió en mi única labor) debía bastar para que nos surtiéramos de betún, tabaco y cerillas. Todo lo demás, alimento, vestimenta, atención médica… nos lo proporcionaba el ejército, padre protector y madre cariñosa a un tiempo.

Y no, no nos daban jabón ni pasta de dientes, pero tampoco debemos sacar conclusiones apresuradas de ello.

Cada uno se buscaba la vida para pagar en la cantina esas copas bebidas a la (mala) salud del subteniente de turno: si a la familia le llegaba para meter unos cuantos billetes en un sobre, perfecto: si el destino asignado dejaba ocasión para efectuar algunas chapuzas, no era raro que el agraciado se pagase una ronda de vino guerrero (llamarlo peleón es quedarse corto); alguno hacía de su taquilla un tenderete de abalorios en el que lo mismo podíamos agenciarnos cigarrillos con sobrecoste que hierbas de las que alegran el espíritu o cuchillas de afeitar sin pedigrí.

Los más menesterosos ocupaban, a cambio de una limosna, la garita que el cuadrante había asignado a otro. Los sábados, el cuartel se convertía en un mercado de esclavos.

No conseguirá la memoria que sienta apego por aquel año y medio al que no salva ni mi juventud irrecuperable. Si me ha venido ahora al sombrero el burdo sistema económico con que sobrevivíamos es para preguntarse qué hubieran sentido los cubanos enrolados en el ejército ruso si se hubieran topado con semejante paga.

Encontré en la prensa de confianza, una especie más rara de hallar que un pulpo gallego, el relato de cómo el gobierno de Cuba ha desmantelado una red dedicada a reclutar a jóvenes de la isla dispuestos a dejarse la piel y las vísceras en el frente de Ucrania a cambio de dos mil euros al mes y un papelito de esos que permiten al emigrado quedarse en el país.

No es que desconfíe de los comunicados oficiales que se emiten en la isla, es que no me fío de algunos detalles folletinescos con que los adornan, como que los traficantes de carne de cañón preferían captar a jóvenes con antecedentes penales y provenientes de familias desestructuradas (es decir, de familias).

O que les hacían creer que iban a ser contratados como albañiles que reconstruyeran lo derruido a zambombazos, y solo al llegar a destino se enteraban de que su labor sería la de demoledores.

Ha circulado un vídeo en que dos jóvenes caribeños ruegan entre lágrimas que alguien los saque de allí y les libre del maltrato que sufren solo por no conocer la lengua rusa y querer comunicarse en el ubicuo inglés.

Lo más chocante de la noticia es el tipo delictivo al que se enfrentan los detenidos: mercenarismo. Un delito del que, me temo, ningún humano puede declararse inocente.

Porque barrunto que en Cuba, y en tantos otros lugares que aspiraron a ser sueño y se quedaron en amarga pesadilla de penuria, no hay que disfrazar el destino que se oferta a cambio de semejante sueldo, por el que nosotros, ciudadanos mejor o peor vestidos y debidamente comidos la mayor parte de las veces, no pondríamos a un semejante en el punto de mira de un fusil, pero que puede suponer la supervivencia de una familia a la que apenas le llegaría para arroz si el arroz llegara a la tienda.

Mientras no comprendamos que no puede haber ética donde la necesidad es dueña y señora, cualquier reparo que queramos poner al soldado cubano, o sudanés, o pakistaní, se quedará en mero cinismo. Que nos parezca terrible cambiar una vida por otra no impedirá que siga ocurriendo.

Ya me gustaría que todos los soldados que acuden a la batalla lo hicieran con el pecho hinchado por los más nobles ideales; y mucho más que ningún mandatario emprendiera una ofensiva si no hallara una causa noble y moralmente irreprochable que la justificase, o que los vendedores de armamento y productos afines sonrieran sabiendo que sus mercancías iban a oxidarse en oscuros silos sin temor a que la arbitrariedad o la tiranía las desempolvasen.

Y, ya puestos, me encantaría volver a tener veinticinco años y la cuenta corriente de Amancio Ortega.

Y no sé por qué me da que el desmantelamiento de tan ominosa organización tiene bastante más de fingido que lo que el comunicado de marras permite apreciar.

Incluso nuestras muy leales y europeas Fuerzas Armadas se nutren, si fallan las llamadas al reclutamiento, de cualquier bendito inmigrante que busque un trabajo estable. Y no debe extrañarnos, si hasta los más aguerridos y militaristas de entre nuestros compatriotas dejaron pasar tan gloriosa ocasión a fuerza de pedir prórrogas.

Claro está que esta nota acerca de unos desdichados que eligieron la guerra para dejar atrás la necesidad se fue al fondo del cajón cuando los que han usurpado el nombre de un pueblo atormentado atacaron insensatamente a los conciudadanos de los atormentadores, ni siquiera directamente a ellos. Y estos, convencidos de que ese dios en el que no creo los ha elegido para dominar la tierra, han respondido con la desproporción que les caracteriza.

Tampoco creo en el dios que promete el paraíso a quien se revienta en una plaza atestada o se sube a un parapente llevando una metralleta.

Ahora que Palestina vuelve a ahogarse en sangre que no debiera correr, nuestra escasa atención parece haberse alejado de Ucrania, hasta el punto de que ni siquiera hemos reído el chiste del cómico Putin lamentando, precisamente él, el bombardeo de un hospital.

El misil caído sobre una central de correos que ha matado a seis carteros apenas ha merecido unos segundos en los informativos de televisión. Muertes de urgencia y con franqueo que pasan desapercibidas.

Siempre está la carne de cañón en medio de los delirios más insensatos. Y cualquiera de nosotros puede convertirse en esa carne. Basta con que nos olvidemos de la remesa anterior, como hemos hecho con esos cubanos que han cambiado el Malecón por la estepa, la pólvora y la paga.

Al menos, los que ahora acuden al frente podrán consolarse pensando que el tabaco se lo ahorran.

Es probable que está prohibido fumar hasta en las trincheras.

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He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”