La asignatura pendiente de la protección en las aulas
Las cifras son alarmantes, más aún si tenemos en cuenta que no todos los casos de violencia contra la infancia se computan.
Más de ocho millones de alumnos han vuelto recientemente a las aulas y han entrado nuevamente en la rutina. Millones de familias se han visto, un año más, embarcadas en la aventura escolar con no pocos quebraderos de cabeza: el gasto se incrementa por la subida de los precios y la cuesta de septiembre se complica para muchos —sobre todo para los más vulnerables y de rentas más bajas—; aparece en algunos casos la ansiedad, el temor de esos primeros días para los más pequeños de la casa; padres y madres hacen malabares para cuadrar horarios lectivos, tareas, actividades extraescolares o reuniones con el profesorado…
Para los centros y el profesorado también son jornadas de nervios, ajustes y, en muchos casos, improvisación de última hora. Miles de profesores han estado pendientes hasta el último momento de su destino. La incertidumbre se apodera de la comunidad educativa ante la implantación total de la LOMLOE, la ley educativa conocida como Ley Celaá, o el aplazamiento de la nueva Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad (EBAU). Una incertidumbre que también viene dada por la situación política con un Gobierno en funciones y cambios en los gobiernos autonómicos.
Ante toda esta avalancha de preocupaciones, obstáculos y temores —muchos de ellos evitables, otros no tanto y, ciertamente, una constante en cada arranque de curso— que atrae los focos mediáticos durante unos días a la realidad educativa de nuestro país, hay un aspecto de enorme calado y trascendencia que pasa, por desgracia, desapercibido para buena parte de la sociedad, y que sólo recibe la atención informativa cuando los medios ven mimbres para convertirlo en true crime, aunque está muy presente en buena parte de la comunidad educativa.
Se trata de la violencia contra la infancia en el ámbito educativo y de la función protectora de la escuela como contribución fundamental para el desarrollo de niñas, niños y adolescentes, y para tratar tanto la violencia entre iguales como la ejercida por los adultos.
Los datos sobre violencia contra la infancia arrojan un panorama preocupante. Sufren violencia en sus entornos más cotidianos: familia, escuela, redes sociales y otros entornos virtuales, comunidad y actividades deportivas y de ocio. Según los datos oficiales del Registro Unificado de Maltrato Infantil en el ámbito familiar (RUMI), en el año 2021 se presentaron 21.524 notificaciones de sospechas de maltrato infantil (6.000 más que un año antes). En 2021 se contabilizaron 7.508 víctimas de malos tratos en el ámbito familiar, frente a 5.846 en 2020 y 5.408 en 2019 (cifras del Ministerio del Interior sobre victimizaciones). Respecto a la violencia sexual, cerca de la mitad de las víctimas de los delitos contra la libertad sexual son menores de edad. La Fiscalía General del Estado ha denunciado un "notabilísimo y preocupante ascenso" de las agresiones sexuales cometidas por menores de edad en su memoria anual relativa a 2022: el ministerio público investigó 974 casos frente a los 668 registrados en 2021, lo que supone un aumento del 45,8%.
El acoso sexual en internet afecta prácticamente a 1 de cada 10 adolescentes: el 9,8% ha llegado a recibir proposiciones de tipo sexual por parte de un adulto a través de la red. Por su parte, los datos del estudio Impacto de la tecnología en la adolescencia (UNICEF España, 2021) reflejan que la tasa de victimización de acoso escolar estimada se sitúa en el 33,6 % y la de ciberacoso en el 22,5%.
Las cifras son alarmantes, más aún si tenemos en cuenta que no todos los casos de violencia contra la infancia se computan, no todas las víctimas denuncian y, además, se sigue produciendo una normalización de determinadas formas de violencia que quedan invisibilizadas.
Ante esta situación, la aprobación de la Ley Orgánica 8/2021 de Protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (LOPIVI) supone un gran avance y una oportunidad para que niños, niñas y adolescentes que asisten a los centros educativos cuenten con una mejor protección frente a cualquier tipo de violencia en todos los ámbitos de su vida. Atender a las víctimas es haber llegado demasiado tarde, es imperativo enfocar mayores esfuerzos explícitos en evitar que ocurra.
Este nuevo marco legal coloca los derechos y el bienestar físico y emocional de los niños, niñas y adolescentes en el centro de las decisiones, visibilizando la violencia contra la infancia como una prioridad de interés público que atañe a la sociedad en su conjunto. La nueva norma introduce un cambio de paradigma en la forma de abordar el derecho de los niños a vivir una vida libre de violencia desde todos los sectores públicos, incluido el sector educativo.
No podemos olvidar que la escuela cumple con una función protectora clave para prevenir y tratar la violencia entre iguales, así como para identificar y actuar frente a la ejercida por los adultos hacia la infancia. Pero no se trata de que los centros educativos sustituyan o asuman competencias de otras administraciones, sino de lograr una coordinación real entre las administraciones educativa, sanitaria, judicial, servicios sociales y fuerzas de seguridad, incluyendo también a los propios niños y niñas y sus familias, porque la protección es cosa de todos. En ese sentido se debe profundizar en establecer mecanismos de comunicación, colaboración y coordinación sistemáticos que aseguren una acción concertada para la prevención, detección precoz, intervención temprana, atención y recuperación de la infancia víctima de violencia.
Por su parte, las administraciones educativas, independientemente del momento político que atraviesa el país, deben movilizar los recursos necesarios para impulsar acciones en tres áreas: normativa, para que la labor de los coordinadores de Bienestar y Protección no dependa de la voluntad o las capacidades individuales del personal educativo, sino de un desarrollo adecuado de sus funciones y condiciones; formativa, dotando de formación específica a estos coordinadores, y genérica a toda la comunidad educativa; y de datos, con la puesta en marcha del registro censal de información sobre la violencia contra la infancia y la adolescencia que permita conocer la magnitud del problema y abordarlo de manera coordinada.
En esta línea, una de las figuras clave debe ser la del Coordinador de Bienestar y Protección creada por la LOPIVI y que tiene la responsabilidad de aglutinar capacidades y recursos para lograr una respuesta institucional y una actuación sistemática, organizada, que priorice la prevención y de una respuesta integral y coordinada con todas las administraciones con competencia en materia de protección. Su puesta en marcha debería reforzar la capacidad del sector educativo para ofrecer a los niños, niñas y adolescentes entornos seguros y protectores. Es decir, entornos que faciliten el aprendizaje y el bienestar físico y psicológico, y que prevengan e intervengan, en el marco de sus competencias, ante cualquier situación de violencia.
Por desgracia, la violencia está presente en los centros educativos porque está presente en la sociedad. El sistema educativo, bajo la premisa de que el bienestar y la protección de la infancia son intrínsecos a la labor docente, debe adaptarse a esa realidad a la que no son ajenos los centros.
La violencia contra la infancia amenaza su desarrollo y bienestar, vulnera sus derechos y tiene costes sociales y económicos que afectan a la sociedad en su conjunto. La violencia es prevenible y no se puede tolerar. Prevenirla exige un compromiso político y social, que se traduce en mejores políticas, más inversión y un cambio de las normas sociales que la consienten y legitiman.
Gustavo Suárez Pertierra es presidente de UNICEF España.