Errejón y la maldad de la retórica
Todo el que se haya quedado perplejo tras las recientes revelaciones de la (in)esperada conducta sexual de Íñigo Errejón podrá encontrar las claves de su explicación en el comunicado que envió el jueves a los medios.
Todo el que se haya quedado perplejo tras las recientes revelaciones de la (in)esperada conducta sexual de Íñigo Errejón podrá encontrar las claves de su explicación en el comunicado que envió el jueves a los medios. No, no estoy diciendo que ahí encontremos la correcta descripción de los motivos que le llevaron a comportarse de esa manera, sino que en ahí encontramos practicada la miseria intelectual y la banalidad ética que componen la elitista papilla ideológica, la caja de herramientas del fárrago que forma el telón de fondo de la conducta de este chico bien que ha jugado a encarnar la cumbre de la moralidad de la humanidad, que ha jugado a la altura universitaria, que ha jugado terroríficamente a ser dirigente público. Que han jugado y juegan por encima de nuestras posibilidades.
La pedantería de “la hegemonía se mueve en la tensión entre el núcleo irradiador y la seducción de los sectores aliados laterales” tenía su puntito divertido, pero la pedantería de “una forma de comportarse que se emancipa a menudo de los cuidados, de la empatía y de las necesidades de los otros” es abiertamente macabra. Intentando limpiar toda la pegajosa nadería de su retórica, la carta deja algo claro: la acción política consiste en judicializar la conducta moral de los demás y psicologizar la mía, dos trampas conceptuales que los tahúres de la cháchara posmoderna saben hacer aparecer y desaparecer a su antojo, que para eso son maestros trileros de la afectación y la petulancia, —habilidades que pueden desempeñar su papel en las seducciones cutres, ¿ven por qué la carta y el abuso son solidarios entre sí?—.
En Mateo 23:27, Jesucristo se encara con las pretendidas élites morales de su época y les reprocha: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia”. Pero eso fue porque Jesucristo no era un autor posmoderno. Si Jesucristo hubiera estudiado Políticas en la Complutense, el versículo de Mateo diría: “¡Ay de vosotros, neoliberales cuya subjetividad tóxica ha multiplicado el patriarcado!, porque habéis llegado al límite de la contradicción entre el personaje y la persona”. Sabíamos que detrás de un cursi siempre hay una persona malvada. El comunicado de Íñigo nos indica que a veces la persona malvada está también delante.
La culpa de sus inadecuadas conductas sexuales fue del neoliberalismo. La posmodernidad es un movimiento extremo, que, o bien dice perogrulladas de formas absolutamente abstrusas, o bien defiende delirios descritos con total claridad. Escriben como viven, se conducen con los demás como redactan sus textos, hasta que al final, inevitablemente, todo se derrumba. Pero incluso en el último momento, cuando ya no queda la menor esperanza, un último aliento es capaz de incluir a lo largo de la confesión media docena de autopiropos a su trayectoria política, a su compromiso con la justicia, a su postrer sacrificio como aportación final al impulso democrático y popular. Ole esos cojonazos, Íñigo. En esta gente la vanidad es una fuerza total de la naturaleza, irresistible como la adolescencia o la masturbación.