Empieza el baile. Regresa el cine
Los de Seresesky no son superhéroes de capa y magia, sino de los que sostienen la mano en una sala de hospital
Hace años que Marina Seresesky irrumpió en la cinematografía para devolver a la gran pantalla un cine de emoción, de ironía, de gracejo y de descompostura bien entendida. Un cine nuevo, por supuesto, pero con todo lo bueno del cine de antes.
Sabe Seresesky, como guionista, que el pilar sobre el que se sostiene una buena película es la configuración de los personajes, y sus criaturas son siempre extraordinarias. Pero no por su nivel de fortaleza, sino por su extrema vulnerabilidad. Los suyos no son superhéroes de capa y magia, sino de los que sostienen la mano en una sala de hospital. Seresesky arrastra a los espectadores por lo engorroso de sus vidas: el declive, la prostitución, la enfermedad, el envejecimiento, el enamoramiento no correspondido y, consecuentemente, el amor no olvidado. Así, cuando hemos asistido a sus terribilidades como testigos de excepción, ya estamos implicados; no somos secuaces de sus desdichas, caemos con ellos. De ahí que la directora emplee un humor incalculable que nos devuelve el reflejo más personal en el espejo. Sus personajes somos nosotros.
Así lo hizo con sus películas precedentes y así lo repite en Empieza el baile, cuando el proceso de identificación con sus protagonistas es prácticamente inmediato. Por ello una película en la que se parte de la premisa de la muerte de su protagonista femenina es de una vitalidad rebosante. Estamos vivos y lo celebramos. Y lo hacemos acompañando a dos antiguos bailarines de tango a través de la Argentina más salvaje hasta los pies de los Andes.
El calor nos agota, el viento nos curte, la furgoneta nos incomoda. Estamos con Carlos (Darío Grandinetti) y Marga (Mercedes Morán) en su camino hacia Mendoza, donde está el hijo que tuvieron (que tuvimos todos) años antes de que Marga ‘muriera’ y de que Carlos se fuera a vivir a Madrid. Pero Carlos, apenado por la muerte de la que fue su mejor compañera de baile, el cuerpo que rellenaba su abrazo ahora vacío, cambia la Puerta de Alcalá por el aeropuerto de Buenos Aires y allí se dirige a un tributo póstumo que resulta el comienzo de su nueva vida. La de todos.
Con su amigo Pichuquito (Jorge Marrale) y una resucitada Marga, reconvertida ahora en madre de su hijo desconocido, los tres inician su particular catábasis para descubrir que jamás dejaron de quererse, de todas las maneras posibles.
Como resulta obvio, uno de los grandes aciertos de Empieza el baile es su plantel. A mi devoción confesa por Darío Grandinetti, grande entre los grandes, se suma la magnífica Mercedes Morán, espléndida en su afán por obviar que Carlos, el amor de su vida, está cayendo en una muy necrofílica pulsión hacia ella, por usar la fórmula lingüística del Brazil de Terry Gilliam.
Esto sin obviar a Pastora Vega o a Jorge Marrale, cuya escena en la cama (inesperada y encandiladora hasta lo indecible) es una de las mejores de toda la película.
La frescura de las imágenes, la valentía de emprender una road movie extrema en tiempos postpandémicos y la precisión de su dirección e interpretación hacen de Empieza el baile una experiencia emocional o, lo que es lo mismo, cinematográfica hasta la médula.
Tan solo resta añadir que apostar por un cine más humano que frenético resulta del todo fascinante. Por más cine de verdad, hecho con mentalidad de futuro, pero a la manera de siempre. Brava, Seresesky.