El cielo prometido
El cielo prometido.CARLOS ALEJÁNDREZ 'OTTO'

(Comparto este whisky con Juan Carlos Onetti; de malta y reserva el suyo, aguado el mío)

Ya se lo había advertido su prima:

-Piénsatelo bien, Carol, que estas cosas se sabe cómo empiezan, pero no cómo terminan.

-No tengo nada que pensar, Liselot. O traigo dinero pronto o nos quedamos mi hija y yo en la calle. La página solo admite contactos selectos, gente con mucho dinero y de buen gusto. Dos clientes en un día y pago el alquiler. Un fin de semana sin demasiado esfuerzo y el mes solucionado. Y hay listas negras para avisar de los mamones que se pasan de rosca.

Pero se notaba en el temblor de la boca que lo decía más para convencerse a sí misma que para responder a su pariente.

Al principio, las cosas fueron más o menos rodadas. Mari Cielo, la niña, se creyó lo del trabajo de fisioterapeuta y no preguntó por qué habían vuelto los dulces para postre, las chuches de los sábados y las postales que mamá le compraba para que las amontonara sin orden en un sobre marrón y agrietado, del que echaba mano en cuanto tenía un rato libre para extender las tarjetas por el suelo y señalar una al azar.

-¿Cuándo iremos allí, mamá?

-Antes de lo que piensas; a lo mejor, en las próximas vacaciones. -y le dolió en los ovarios saber que el viaje, si llegaba, lo decidiría su regla.

Y la niña señalaba otra postal y repetía la pregunta, y otra, y otra, hasta que su dedo había disparado a todas.

Carol pensaba en el disgusto que se llevaría Cielo si alguna vez se plantaba ante la realidad del paisaje tan retocado para la fotografía. Probablemente, no quedarían ya burros con sombrero, ni playas vacías, ni molinos de viento; y ni por asomo encontrarían a la pareja de flamencos bailando ante la encalada pared jalonada de tiestos; tampoco las aves, cuya rosada laguna ya estaría desecada.

Por esos momentos en que su vida parecía libre de angustias hasta permitirse hablar del futuro, Carol aceptaba el asco de los cuerpos bebidos y sudorosos, la humillación de saberse observada hasta más adentro de sus gafas oscuras por conserjes de hotel o porteros maleados, la opresión de la mentira y el cansancio de las piernas. Sentía que Cielo había olvidado casi por completo los meses de medias cenas y calefacción apagada (con siete años la memoria es aún frágil) y eso le hacía sonreír durante la copa previa o, incluso, a medio polvo, para satisfacción del inflado cliente, que se creía capaz de hacer disfrutar a una puta.

Con Luis era más fácil. Se había convertido en habitual, con día y hora reservados. Era limpio, educado, directo y convencional, tanto como para citarla todas las veces en el mismo bar, compartir una copa y un rato de charla y llevarla en su Audi al hotel que había elegido, siempre de la máxima categoría, siempre con una botella de champagne esperándolos.

Su conversación era animada y fría al mismo tiempo; no compartía su intimidad, ni intentaba, como casi todos, justificarse disparando quejas contra su mujer, la desidia con que lo trataba o las noches en que ella le enseñaba la espalda en cuanto se metía en la cama. Ni siquiera pudo Carol determinar si Luis estaba casado o divorciado, si era viudo o monje trapense. Prefería hablar de los whiskys secretos que sirven con cuentagotas en los pubs ingleses, de las lujuriosas ostras de Arcachon, de los cortes de Armani o del vértigo que provoca el cambio de marchas de un Lamborghini Diablo. Nada comparable con la excitación que provoca la negociación con exportadores chinos, reptiles de ojos oblicuos que regateaban más que Cristiano Ronaldo, aunque, por supuesto, Luis nunca mencionaba un nombre propio, una empresa determinada, un centro de reunión.

Sencillamente, él no se avergonzaba de su deseo, y trataba a Carol con la deferencia que merecía quien era capaz de satisfacerlo.

Ella se preguntaba si sería tan real como el Rolex que llevaba en la muñeca, un Daytona que apenas asomaba bajo el puño de la camisa y sobre cuya autenticidad Carol no tenía dudas; había visto unos cuantos en los morenos brazos de ricachones sin chilaba.

Pero Carol no era capaz de decidirse, aunque se preguntaba qué podría ganar él fingiendo ante una prostituta (y cómo le dolía siempre la palabra, a pesar de asumirla).

Se había acostumbrado a su compañía, hasta tal punto que ya no percibía el riesgo que suponía, en su situación, el cariño. Pensaba en Luis cuando, en el autobús interminable, se rendían los párpados y los sonidos a su alrededor se confundían con la ensoñación del duermevela; pero no acudían a ella los trajes perfectamente cortados, el champagne o el asiento de cuero del coche, sino los gestos galantes, la calidez de su voz o la suavidad con que se adentraba en la cama y se acercaba a ella. Y eso que al principio le habían repugnado su gomina, su aire petulante y la bajeza de esconder, por desconfianza, el dinero en los zapatos después de pagarla.

Porque, hasta con Luis, ella practicaba esa vieja costumbre de cobrar primero. “La pasta por delante, apréndetelo bien”, le había alertado Liselot, “desconfía hasta de tu padre, o más pronto que tarde te la jugarán. Al loro con eso, que cuanto más puta, más te follan.”

Imaginaba cómo sería su casa, un apartamento repleto de estanterías llenas con los libros que tanto citaba, un vestidor iluminado con luces ocres, una terraza sin más mobiliario que una hamaca de mimbre y una mesita con un cenicero en el que descansaba un habano a medio fumar… tenía que ser, necesariamente, un piso de soltero; en caso contrario, Carol nunca se atrevería a imaginar cómo sería la casa de los tres, Luis, ella y su niña, el cielo prometido, una idea descabellada, que consiguió abrirse paso provocando un rizo de alerta.

-¡No! ¡Eso no puede ocurrir!

O sí que podría ocurrir, pero tendría que ser él el que se enamorase, el que se declarase, el que iniciara un beso de ternura (en contra de su norma, Carol hacía tiempo que le había permitido besarle en la boca) mientras le decía que nada del pasado podía importar. Total, cuántas películas habían terminado así, cuántas parejas enterraban sus secretos. Tampoco era tanta la diferencia entre su relación y un matrimonio: él la respetaba y sostenía, ella lo complacía y cuidaba.

Solo faltaba un poco de amor que actuara como desencadenante.

¿Acaso un marido no pediría a su mujer que le permitiese cumplir en ella sus fantasías? Aunque quizás no con la exactitud fría y profesional con que Luis le habló esa tarde.

-Quiero llamar por detrás.

-Ni lo sueñes, con esa herramienta…

Y bajó los ojos a su pene, desmedido incluso a media asta.

-Te doy cien más.

-Acepto, pero una sola vez, que no eres el cartero. Y que sepas que eso no lo he hecho con nadie.

-…hoy -malició Luis sin llegar a decirlo.

En silencio, Carol abrió el tubo de lubricante, mientras pensaba en los sacrificios que suponía mantener vivo un matrimonio. Y que ojalá resultara tan fácil como aquel polvo enharinado. ¿Acaso Luis no gastaba un cierto aire a Jack Nicholson?

No sucedió como ella había imaginado tantas veces; ni siquiera habría hecho un gesto de reconocimiento si Cielo no la hubiera visto mientras cruzaba ante el Audi parado en el semáforo y hubiera comenzado a saludarla con la mano entregada al entusiasmo y la boca perfilando claramente la palabra “mamá” una y otra vez.

-Es tu hija, desde luego. Sois clavaditas.

-Prefiero no hablar de ella. Hazme el favor de fingir que no sabes que existe.

-¿Y la Nikon que la llevaba de la mano?

-No es japonesa. Se llama Imelda y es mi mano derecha. Mucho más que eso; es el único apoyo que tengo. Un respeto, que no es ninguna cámara.

-Desde luego, fotogénica no es. Voy a parar, que te quiero comprar un detalle para la niña.

Y Carol, que intuyó que el regalo quizás buscaba limpiar el inoportuno comentario, reprimió las ganas de defender a Imelda.

-Mejor en el centro. En esta zona no, compréndelo. Ya ha sido mala suerte que nos vieran.

El paquetito que le entregó, y que Carol pensó que contenía bombones, guardaba un bibelot de pueblo alpino y nevada lenta. “No puedo negar que mi Nicholson tiene buen gusto”, pensó. Y pensó, además, que ese detalle cariñoso los acercaba un poco más a ambos.

Cielo abrió con avidez el regalo y, tras la inicial sorpresa de ambas, se quedó extasiada agitando el bibelot, cuyo nombre no supo pronunciar correctamente.

-¿Se llama Liselot, como la tía?

-Da igual, cariño. Llámalo Filomeno.

El día en que Luis, vistiéndose, le propuso a bocajarro recomendarla a amigos suyos a cambio de una comisión, “nada, una propina, lo justo para pagarme algún vicio”, ella encajó el hachazo con firmeza y sin plantear objeciones. Peinándose de espaldas para que ni los ojos ni el gesto la delataran, malició que aquella multinacional, fuera la que fuera, debía de estar plagada de capullos, todos ellos con la misma cartera repleta y la misma discreción, el mismo sexo aburrido y mecánico de salida de la oficina.

-Eso sí, por detrás solo contigo -farfulló disimulando.

-Tranquila, ya aviso de que no admites caprichos.

En pocas semanas, las vacaciones en una de las postales de Cielo se convirtieron en una posibilidad, pese a los gastos que suponían las ropas de marcas, los perfumes, los maquillajes, la peluquería…. De vez en cuando le regalaba una nueva, aunque cada vez era más difícil conseguirlas. ¿Quién iba a imprimirlas si todo quisque llevaba la cámara de fotos y la oficina de correos en el bolsillo?

Cuando le regaló una de la isla de Santorini, la niña se quedó fascinada por el azul del agua, intenso y transparente a la vez. Carol no quiso hablarle del páramo que se extendía entre la imagen retocada y la playa auténtica en aquel duplicado de Benidorm en pendiente. El mismo que separaba la falsa clínica en que trataba lesiones inventadas de su cuerpo sostenido con tablas de gimnasia en la madrugada y cenas sustituidas por un whisky con el que pasar los tragos espesos y tibios. Un cuerpo que se había convertido en la única garantía de un presente holgado y un futuro para su hija.

- ¿Y qué me diferencia de un tendero, de un contable o de una mujer casada? Si papá o mamá caen, también sus hijos se acuestan mal cenados.

Tampoco encontró diferencias entre su trabajo y el del comerciante cuando Luis le exigió una parte de aquello que cobraba a los demás clientes. Tanto a ella como al dependiente los explotaría el patrón sin que estuviera claro el derecho que tenía a ello. Pero ya no fue capaz de comparar aquella exigencia con la que pudiera hacer un marido. Al menos un marido como el que Luis debía ser.

-Te va muy bien y me da que algo tengo que ver yo. Reconócelo, te he enseñado a tener clase.

-Tú me has enseñado una mierda. Eso es lo que me has enseñado, cabrón.

-No te pases de hembra, que lo mismo me da ir por las buenas que sacar la mano a pasear. Creo que nos lo vamos a montar fifty-fifty. Me vas a dar el cincuenta por ciento de todo y las gracias, porque merezco mucho más. O eso, o tu hija Mari Cielo va a saber muchas cosas de su mamá. Hasta cómo consigues las postales que le llevas cuando vuelves a casa.

Carol sabía lo que había escuchado y sabía, al mismo tiempo, que era imposible que lo hubiera llegado a escuchar. Ambas sensaciones, contradictorias y simultáneas, chirriaron en los engranajes que iban de sus oídos a su cerebro.

Como en la peor de las borracheras, sintió a la vez el amargor en el paladar, el golpe en la boca del estómago y la niebla abrupta y dolorosa clavándose en sus ojos. No iba a llorar. Esa piltrafa engominada y despreciable no merecía sus lágrimas.

-¿Qué…? ¿Qué sabes tú de mi hija, pedazo de carne? A… -y se tragó el nombre- a mi niña ni la mientes… ¡Ni la mientes, malnacido!

- ¿Tanto te preocupa, Sheila? ¿O prefieres que te llame Carolina Fernández? Y si quieres, te digo tu dirección. Eres muy descuidada con tu bolso y tu teléfono personal. Y una ingenua, que te lo revisé en nuestros primeros encuentros. Cuando tú vas -y se llevó la mano a la entrepierna- yo me vengo. Una buena puta es, ante todo, precavida. Dime si mis enseñanzas no valen lo que te pido.

-Esto se ha terminado. A mí solo me chulea la vida, no un degenerado impresentable -Carol recogió sus cosas a tirones y quiso abrir la puerta del cuarto, salir dando un portazo y atravesar la recepción del hotel dando voces que lo condenaran a él a pasar la vergüenza de recorrerlo más tarde.

-Espera, joder, que si te marchas te vas a perder estos vídeos tan graciosos. Seguro que a Cielito Lindo le divierten más que los dibujos de Bob Esponja. Y se los puedo enviar ahora mismo.

-No te atreverás… -dejó de nuevo el bolso sobre la cama.

-Eso no lo sabes. Y si no sabes, no estás en condiciones de negociar. Esa lección te la regalo.

Aprendió a controlar el móvil de Cielo para que no pudiera abrir ningún archivo que ella no hubiera inspeccionado antes; le prohibió acercarse al ordenador y comenzó a vigilar el buzón para que ningún envío se le pasara por alto. También previno a Imelda sobre encuentros con desconocidos. A pesar de tantas precauciones, no le sorprendió lo que encontró aquella noche al llegar a su casa. Casi sintió alivio al descubrir que su instinto no se había equivocado cuando le susurraba, en medio de un polvo desabrido, mientras hacía caso al fulano que le indicaba cómo debía desvestirse o al tomar un café para despejarse entre uno y otro servicio, que de nada iba a servir una defensa tan endeble si ya hacía tiempo que se había rendido y Luis pisoteaba el campo conquistado a su antojo. Si él ni siquiera había querido nunca el dinero, sino destrozarla por completo, dejarla desarbolada y al descubierto sin más perspectiva que años de silencio y culpa.

Una defensa, en fin, aún más inútil que el llanto y los ruegos a los que renunció con convicción y para siempre.

Cielo estaba dormida en el sillón, con el televisor encendido y los platos de la cena, que apenas había tocado, en la mesita baja. Entre ellos, extendida alrededor del bibelot, la siniestra baraja de una colección de fotografías en las que se distinguían sin dificultad el rostro y el cuerpo de Carol en posturas que iban de la lascivia a la humillación.

Al otro lado del salón, esparcidas por el suelo, como si la niña las hubiera arrojado lejos de ella con asco o con miedo, yacían las postales recogidas durante años.

A CUENTO DE QUÉ

Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.

Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…

En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.

MOSTRAR BIOGRAFíA

He repetido hasta la extremaunción que soy cocinero porque mi primera palabra fue “ajo”. Menos afortunado, un primo mío dijo “teta”, y hoy trabaja en Pascual. En sesenta años al pie del fogón (Viridiana ya ha soplado cuarenta velas) he presenciado los grandes cambios, no siempre a mejor, de la hoy imparable cocina española. Incluso malician que he propiciado alguno. En otros campos, he perpetrado cuatro libros de los que no me arrepiento (el improbable lector lo hará por mí). Fatigué también a los caballos de carreras retransmitiendo éstas durante varios años por el galopante mundo. He desperdigado una reata de artículos de variado pelaje y escasa fortuna. También he prestado mi careto para media docena de cameos, de Berlanga a Almodóvar, hasta que comprendí que mi máxima aspiración como actor podría ser suplantar al hombre invisible. En mi lejano ayer quise ser jockey, pero la impertinente báscula me disuadió. Y por mi parte basta que, como sentenciaba un colega, “es incómodo escribir sobre uno mismo. Mejor sobre la mesa.”