Amadeo
Relato estival.
En Madrid, el domingo, al Rastro, le habían dicho a Amadeo, y cuando por fin consiguió un festivo sin servicio, que ya estaba harto de salir de guardia para entrar en cocina y de la cocina para coger el brazalete de cuartelero, se subió al autobús que lo dejaría en Chamartín con impaciencia, que no se fiaba de que apareciera en el último momento algún cabo mal follado en busca de un sustituto, y su maldito apodo sonaba demasiado bien como para no ser pronunciado.
-¿Con que te llamas Amadeo, eh? Pues tranquilo, Majestad, que aquí vas a estar mejor que en Palacio.
Y su Majestad pudo respirar cuando el autobús rebasó la puerta del acuartelamiento y enfiló la carretera hacia la ciudad que aún no conocía tras dos meses desde que se lo llevaran a cumplir con la Patria.
Madrid lo defraudó; tanto le habían contado de altos edificios, de calles tumultuosas y tiendas en las que se podían encontrar enseres inimaginables, que, al adentrarse en la ciudad, la sintió petulante y pagada de sí misma; como Talavera, pero con menos boinas y algún sombrero de señorito.
Tampoco en el Rastro se sintió cómodo; cada tenderete y cada manta tendida en el suelo con su mercancía de despojos le parecían más un naufragio que un lugar de venta. Y hubiera querido quemar los puestos en que se amontonaban la ropa caqui, los cinturones mordidos, las gorras capadas y algún casco desportillado. Se compró una navaja, que la suya después de años de cortar racimos y afilar varas ya no tenía remedio, y otra más grande, sobrada para rajar melones y para que el abuelo picara las migas.
Se detuvo ante un puesto en que se exhibían barajas de toda suerte, y, movido por una curiosidad antigua que le vino repentinamente a la cabeza, preguntó, dubitativo, al vendedor si las tenía de otro tipo.
-¿De póker? Claro que sí, pero no las expongo porque apenas me las piden. Aquí somos todos nacionales. Y adictos -apuntilló.
Amadeo, azorado, farfulló:
-Es que yo busco… barajas… divertidas.
El comerciante lo miró durante un segundo y luego estalló en su boca una carcajada ácida y corrosiva.
-¡Acabáramos, carallo! ¡Tú quieres una baraja de fotos, jodío! ¿Te aburres en las guardias, verdad? - Y agitó el puño como si alegrara al aire- Yo aquí no tengo, pero en la Plaza del Campillo las vende mi paisano Amancio, que responde por Betanzos. Lo encontrarás si buscas una gorra de visera roja y un puesto de revistas. Dile que vas de mi parte a por cartones de amor. Pero disimula, que a veces la pasma se pone pejiguera.
Con la baraja envuelta en su pañuelo más sucio, buscó acomodo en un mugriento bar que anunciaba, letras de cal sobre el cristal, vino de Yepes y caracoles. Armado con un vaso, se dispuso a pasar la guardia que le quedaba hasta que llegase la hora de volver al autobús, mirando de lejos y con rabia El Alcázar dejado en la barra, que no abriría para que no le vieran los parroquianos leer en voz alta.
Sobre el tumulto se alzó un pitido que intentaba pasar por música. Junto a la puerta se había colocado un cantamañanas que soplaba por la caña unida a un títere que golpeaba con sus brazos un tamborcillo cada vez que el hombre tiraba de un cordel.
-¡Don Nicanor tocando el tambor! ¡Don Nicanor tocando el tambor!
El juguetito tenía su gracia, y sería un buen regalo para su hermanita, aunque ella le había pedido una gorra de general cuando volviera. En menos de un mes le darían permiso, y con el muñeco, una petaca labrada para su padre, un pañuelo para su madre y la navaja del abuelo, cumpliría sobradamente.
Salió del bar echándose la mano al bolsillo, pero entre el músico y él se entrometió una mujer agitanada y silenciosa, que cargaba en las manos una bandeja sujeta al cuello por un arnés; en ella, bullía un arco iris de pollitos: rosas, verdes, azules, amarillos… Sin mirarle, la vieja susurró:
-A dos pesetas, a dos pesetas.
Amadeo, contempló los pollitos, se dio media vuelta y, acongojado, emprendió el camino a Chamartín sin levantar la vista del suelo.
A Amadeo lo llamaban Tapia sus compañeros de la escuela.
La culpa era de la señorita Benigna, la maestra amargada que no iba más allá de enseñarles las primeras letras, la sumas, las restas y los soporíferos preceptos religiosos, aparte del obligado himno que contaminaba la mañana. El mote surgió el día en que, harta de que Amadeo no atinara a llevarse correctamente en las restas, lo agarró por la oreja con la mano izquierda y lo paseó por toda la clase atizándole con la derecha mientras le gritaba que más cuenta le traería enseñar a restar a una tapia.
No era un buen mote, delator de una sordera que no padecía, pero había salido mejor apañado que el hijo del herrero, al que, pese a que le correspondía el heredado “Tizón”, se había quedado con el de “Manteca”, inevitable para un chaval de gordura enfermiza y poca alzada, al que todos, pequeños y grandes, buscaban para echar un rato de burlas y collejas cuando la tarde se presentaba desabrida. Amadeo, que miraba al Manteca con la piedad que despierta un perrillo perdido, salió más de una vez en su defensa; diestro a la hora de las pedradas, le libró de alguna que otra tunda con unos guijarros bien dirigidos.
El día en que llegaron los títeres se produjo en el pueblo, donde aún la vida se regía por relojes de sombra, tal algarabía que sobresaltó la siesta. Esta vez, no era la compañía acostumbrada de cabra escaladora, rijoso mono de culo pelado y chirriante trompeta. El espectáculo había crecido en categoría, y en él actuaba el mago Freddo, señor de las artes oscuras, auténtico hombre orquesta que lo mismo conducía la remendada furgoneta ICM de quinta mano, llevaba las cuentas de la compañía de cuatro artistas (contando a su mujer, la malabarista Olivia, a Houdini, el perro acróbata, y Lilí, la blanca, alicortada paloma) mientras Olivia repasaba las falsas costuras del chaqué heredado.
Fue el mago el que preguntó a la posadera si podía disponer de un fuego de carbones para preparar su número. La mujer le ofreció el cocedero de la casa, discreto y con salida a la plaza en la que tendría lugar la función.
-Todo sea por los títeres, con la alegría que nos dan.
El mago alzó la barbilla y engoló la voz.
-No lo llame títeres, señora. Esto es teatro urbano, arte de noble y antiquísima tradición que se remonta a los tiempos de la inmortal Roma.
La posadera, contrita por el poco respeto que había mostrado a los artistas, se disculpó como buenamente supo:
-Pues lo que yo decía.
También le preguntó a la patrona, que era la abuela de Amadeo, si podría venderle tres pollitos. Ella dudó un instante, ante la posibilidad de que fuesen la cena para el perro. Pero tras cotejar lo abundante de la progenie, aceptó la transacción.
-Ha tenido usted suerte, que a la anterior nidada me la malogró el granizo, que vino sin avisar, y con los que se salvaron se cebó una gineta que se coló por la gatera, ya ve usted. No vea la llantina que pilló mi nieto; pero esta me ha sacado… una docena larga.
Lo que el mago Freddo no sabía, ni la posadera, era que una rendija entre las vigas del suelo de la troje era la mirilla favorita de Amadeo, único poseedor del secreto, y de algunos más perdidos por las tapias encaladas o los portones de cuarteada madera. Cuando el artista se encerró, Amadeo, boca abajo en su palco ignorado, aplicó el ojo y pudo observar como Freddo ataba, con un nudo mínimo, un sedal de pesca a un pañuelo y pasaba el otro cabo por el interior de la manga de su chaqueta, o como disimulaba polvo rojo en el grueso fondo de un vaso. Cartas escondidas en la cintura o Lilí alojada en el faldón de la levita anticipaban los trucos. Una cola de conejo, despeluchada, atada a un hilo fue a parar al interior de una garrafita de vino o coñac. Pero, lo que de verdad intrigó a Amadeo fue la utilidad de esa bandeja de metal con un doble fondo en el que, en el último momento y con las tenazas, introdujo seis tizones.
Tampoco pudo vislumbrar Amadeo, a través de la mirilla de su imaginación, qué destino les esperaba a los temblorosos pollitos que él había ido alimentando a ratos perdidos con caricias de avena.
Antes de la actuación, el ilusionista Freddo se dirigió a la exigua concurrencia convocada en la plazuela.
-Noble público, habitantes del más hermoso pueblo de la provincia. Nos presentamos ante vosotros para entregaros una hora de arte, sueños y diversión. Bien es sabido que los artistas vivimos del aplauso del respetable; él nos alimenta y nos conforta. Pero otras son, ay, las prosaicas necesidades que la compañía ha de cubrir, y para ello llamamos a vuestra generosidad: cinco pesetas, un miserable duro, por asistente -y levantó una moneda- que pagarán la gasolina del perro y el pan del furgón y que sacaréis de vuestro bolsillo sin saber siquiera que lo teníais. Tan poca cosa es. Y mejor será que lo recojamos ahora, para que el inoportuno aunque necesario -recalcó- trámite no rompa el encantamiento de nuestro espectáculo. Mientras tanto, y con permiso del señor alcalde -ceremonioso, se llevó la mano al sombrero- vamos a brindar por esta velada inolvidable con el mejor moscatel de Málaga.
Sacó la garrafa y preguntó si alguien le acompañaba. Como ocurría siempre, un par de borrachines se adelantaron. El mago les cedió el turno y mientras bebían, observaba la garrafa moviendo la cabeza con desaprobación.
-¡Olivia! -rugió- ¿Otra vez, mujer? ¡Te dije que la garrafa siempre tapada!
Un tirón que nadie advirtió sacó la cola de conejo del interior para agitar un ratón frente al público que se desternillaba.
-¿Que sea la última vez, Olivia! Estos caballeros han bebido ratón por tu culpa. Al menos, el animalito ha muerto feliz.
En medio de las carcajadas, uno de los dos borrachos se levantó y dio otro largo trago.
-¡Pues será ratón, pero le ha dado buen gusto!
Y el jolgorio ahogó el resto de sus palabras.
Tras la broma, Freddo y Olivia se adentraron entre el público con el sombrero o la pandereta vueltos del revés. Algún que otro vecino se dio media vuelta y se marchó. Los gestos provocativos y limosneros de ella- “¡A ver, esos palcos!”- consiguieron que volaran tres o cuatro duros de los balcones.
-¡Ojo con las monedas! ¡Que yo vea esas manos! ¡Y quietas las albarcas! -rugió la voz cazallera de Olivia.
Cuando Freddo llegó ante Manteca, dirigió una cariñosa mirada al chaval. Pidió el mago silencio a la congregación y se dirigió al asustado crío.
-A ti, por canijo, te cobraré solo la mitad.
Le devolvió dos rubias y una taladrada moneda de cincuenta céntimos.
-Pero tendrás que ver la función por el agujerito.
La broma, que sería lo más reído de la noche, arrancó el aplauso de algunos asistentes. Incluso Manteca se rio, fingiendo no sentir que su rostro había adquirido al instante el color de una herradura incandescente.
Cuando, por fin, dio comienzo el espectáculo, Olivia jugueteó con el aire y los bolos; luego, lanzó a las alturas cinco pelotas cuya noria manejó a su antojo, hasta que una y otra golpearon el empedrado.
-Eso lo puedo hacer yo, abuelo.
-¿Seguro? Pero no practicarás con huevos, ¿eh?
-Con manzanas.
-Vale, pero usa de las caídas.
A continuación, Houdini recorrió el palo de escoba tendido entre dos sillas mientras el fonógrafo eructaba coplas.
La actuación del ilusionista Freddo fue tal y como Amadeo había supuesto: el pañuelo voló obedeciendo el vaivén de la mano; las cartas fueron adivinadas y extraídas de bolsillos ajenos; el vino blanco se tornó tinto; Lilí apareció de la copa del sombrero, dejando un aleteo de cenicienta tristeza. La gente recibía con asombro tales imposibles.
Amadeo estaba maravillado con la gramola, antes nunca vista (ni siquiera conocía el nombre del artilugio), cuya música arropaba el espectáculo.
- Abuelo ¿Ha visto cuántas cosas caben en ese trasto?- musitó, extasiado, señalando al dorado embudo.
-Bah, es que Joselito, le vi en una función en Navalucillos, es un escuchimizao -rio el anciano- En cuanto se larguen estos farsantes, te haré yo uno con corcho y una flor seca de calabaza, para que te canten los pájaros, Amadeo.
-Y ahora, amable público… mi nuevo y aclamado número… ¡Los pollitos bailarines!
Y colocó sobre el altar, una enlutada mesa, la bandeja que escondía los carbones encendidos. Cambió el disco de la gramola por un vocinglero chachachá y, extrayéndolos de una agujereada caja de zapatos, colocó sobre la plancha ardiente a los indefensos danzantes, que empezaron a bailar con una desesperación que hizo las delicias de los parroquianos.
Amadeo, que bien conocía la razón, salió huyendo del círculo (“mea luego, coño”, intentó retenerle el abuelo) y aprovechó la primera penumbra que encontró para vomitar.
El vómito le supo a plumas.
Cuando escuchó los ronquidos del mago, entró en la cocina, y, armado de sigilo, trepó a un taburete para coger la navaja cabritera de su abuelo. Pegado a la tapia encalada, y agradeciendo que la menguada luna arrojase una luz mortecina, cruzó la calle empedrada hasta la era en la que dormitaba el perro junto al coche.
Cuatro profundos navajazos bastaron.
Y Amadeo, en su huida, creyó escuchar un aleteo inquieto, asustado.
-¡Hay que ser malnacidos! ¡Les doy lo mejor de mí a cambio de calderilla y así me lo agradecen! ¿Y ahora qué? Suspendida la función de Villatobas y espérate que pueda estar el domingo en Yébenes. A ver si algún transportista compasivo me trae las cuatro cámaras y quiere echarme una mano el herrero. ¡Y Houdinini ni se ha despertado! Claro que, con el banquete de pollitos que se arreó el mamón, habrá tenido el sueño pesado.
Esto ha sido obra del puto enano gordo que ayer casi se echa a llorar por mi broma inocente. Nunca, ¡nunca!, se me ha quejado nadie. Ni por esa, ni por la que le hago al tonto. Ya ves, simplemente le llamé canijo. ¿Qué no oiré yo al cabo de la noche, y nadie ha conseguido sacarme de mis casillas hasta ahora? Bueno, el borrachín de Belvís, que insultó a Olivia y tuvieron que separarnos. Mala vida le espera al cabrón del niño si no aprende a tener correa, y más en estos tiempos de luto y con un avispero en cada corazón. Coño, y qué poco consuela aquel latiguillo machacón de mi padre: “el tiempo lo cura todo, menos las heridas.”
Freddo, fumando recostado en la escalerilla de la escuela, esperó a que fuera la hora de la clase para escrutar a cada uno de los chavales a medida que entraban. Manteca, que había ido a revisar sus nidos, fue el último. Ya se escuchaba, desde el interior, el desflecado Cara al sol. Cuando llegó a su altura, el mago escupió la colilla y se acercó al niño.
-O sea, que me la jugaste, puto enano. Anda, vete al pupitre antes de que te rompa las costillas a patadas, gorgojo. Pero ya te las crujirá tu padre cuando le pase la factura de las ruedas. Porque tendrás padre, ¿no, hijo puta?
Antes de traspasar la puerta, Manteca se giró bruscamente, clavó en Freddo sus ojos de ferralla, introdujo la mano en la faltriquera y soltó al aire matinal un mirlo volandero.
No regaló a su hermana un Don Nicanor, pero sí un collar de cuentas de cristal que le entusiasmó. Su padre, que apenas disimulaba el orgullo que sentía al ver a su hijo uniformado, más recio y más hecho, celebró la mayoría de edad de Amadeo introduciéndole un billete de diez en el bolsillo mientras le ofrecía la petaca de cuarterón y el librillo.
Dudó un instante el soldado.
-¿Quieres que te lo líe?
Su madre quiso protestar que no le maleara al niño.
-Aquí ya no hay más niño, mujer -afirmó el padre con orgullo.
De paisano y con el pitillo en la mano, quiso acercarse a la fragua antes de nada. Matías golpeaba con saña contra una sonrosada reja de arado. Poco había crecido, y su gordura no había hecho sino aumentar. Ahora, sus movimientos eran torpes y el fuelle de su respiración provocaba resoplidos que opacaba el yunque.
-¡Mira, el soldadito!
Y Matías dejó el mazo sobre la alfombra de virutas metálicas.
-¿Has visto? He sobrevivido, chaval. Y tú que decías que no iba a poder…
-¿Yo? Si tú siempre has sido más duro que esto.
Y dio un manotazo al yunque.
-Anda, vamos, que he venido a invitarte a un vino.
-Hace, mientras que no quieras contarme tu mili, que yo me he librado de la mía por corto.
Y una risotada explosiva iluminó el hollín de su rostro.
En la casi desierta barra de la taberna, Amadeo se encogió sobre su vaso de vino y le pasó, con disimulo, la baraja en que cada
naipe era una mujer desnuda. Matías quiso abrir el paquete, pero Amadeo lo detuvo con la mano.
-Aquí no, coño, que las tiznas.
-¿Es una baraja, verdad?
-Y de las buenas. Cuarenta tías en bolas. Verás cómo se te alegran las noches.
Amadeo pidió otros dos vinos y, acercándose, bajó aún más la voz.
-Mira, Matías, lo único que de verdad quería decirte es que fui yo el que rajó las ruedas del mago hijoputa.
-A buenas horas, Tapia. Siempre lo supe, joder. Pero no tengo madera de chivato, y menos con quien me defendió así de veces -y juntó los dedos como pétalos de una flor de luto- Estamos en paz, porque fui yo, menuda zalagarda, el que le arrancó el brazo a la cruz de los caídos, y también callé cuando todos te señalaron. Bien sabía, me lo enseñó doña Benigna, lo que pesa una cruz después de tantas mañanas arrodillado frente a la pared con un libro en cada mano. Lo que nunca comprendí muy bien, Tapia, es por qué lo hiciste.
Amadeo rehusó el pajarito frito que le había tocado de aperitivo y pidió unas aceitunas.
-Ni yo, Manteca, ni yo.
A CUENTO DE QUÉ
Si ya en los dos veranos anteriores les brindé una sombrilla de cuentos (no todos refrescantes), reincido en este con la confianza de que alguno mitigará la soledad de la tumbona.
Para ustedes he convocado a magos provincianos, pobres de pedir, una yegua imbatible, una hábil timadora, una cajera despistada, una baraja de fotos escandalosas…
En todos ellos intenté convocar a las Musas, pero estas habían cambiado sus vacaciones para ir a votar.