Difracciones sobre la censura, el control y el pensamiento hegemónico
Un feminismo fosilizado que se resiste a pasar página no es un feminismo comprometido con la emancipación.
"Los feminismos son un espacio de disenso" es una de las muchas frases que deja tras de sí Georgina Orellano en su paso por varias ciudades del estado español con motivo de la presentación de su libro Puta feminista. Pero la activista y sindicalista argentina, referente feminista en la lucha de las trabajadoras sexuales, no sólo dejó frases, libros firmados y charlas para enmarcarlas, sino que tuvo espacios de encuentros con trabajadoras sexuales y aliades en los que estuvimos reflexionando y debatiendo sobre todo tipo de cuestiones que atraviesan a los colectivos actualmente.
Todas las personas que hemos militado en espacios activistas sabemos de la importancia de darnos el espacio para hablar, para dialogarnos las dudas, para confrontar ideas, para compartirnos las prácticas políticas. En los espacios donde conversamos es donde crecemos políticamente. Crecer políticamente, muchas veces, lleva implícito cambiar de opinión: ese suceso extraordinario al que se llega después de un periodo de formación y reflexión. Persistir en ideas enquistadas es declararse fósil, petrificarse, que es lo opuesto al movimiento y al avance. Hay muchos ejemplos en los feminismos que nos ayudan a entender cómo se han reformulado o reconfigurado distintas reivindicaciones a lo largo de la historia. La propia categoría ‘mujer’, baluarte histórico de las luchas feministas occidentales y eurocéntricas blancas, que tuvo su sentido y razón de ser a finales del S.XVIII, vino a ser problematizada por el empuje de las luchas cuir que, en nuestro contexto español, tomaban más y más fuerza allá por los dos miles. Un feminismo fosilizado que se resiste a pasar página no es un feminismo comprometido con la emancipación.
Las feministas que se quedaron en las reivindicaciones de la segunda ola hablan, por ejemplo, del ‘borrado de mujeres’ porque en sus polvorientas trincheras dialécticas rechazan la participación de otros sujetos políticos que se abrieron paso en olas posteriores en los feminismos. Y practican la censura contra todas aquellas que disienten de su cosmovisión, muy parecida en las formas y procesos a la que nos impone el androcentrismo.
La censura no solamente es un elemento que afecta a los procesos de decisión o a los debates mismos, sino que contamina también los productos intelectuales que surgen de esos debates: si despojamos la disidencia de las posiciones de partida en debates que nos atraviesan, no estamos haciendo otra cosa que reforzar la norma androcéntrica que dicta que todo lo que queda en la periferia debe ser o bien cancelado o bien regresado al centro de la norma -sexual, social, reproductiva, etc.-, con toda la violencia simbólica y explícita que ello conlleva.
La académica feminista Donna Haraway reflexiona en su Manifiesto para Cyborgs (1991) acerca del poder, la ciencia y el feminismo, y nos plantea oportunas preguntas que conviene poner en el centro: "¿Tienen las feministas algo nuevo que decir sobre las tormentosas relaciones entre conocimiento y poder? La autoridad feminista y el poder de nombrar, ¿darían al mundo una nueva identidad y una nueva historia? ¿Pueden las feministas dominar la ciencia?".
Esa última pregunta, imprescindible si pretendemos problematizar la reproducción, la sexualidad, la maternidad y los géneros en clave feminista, nos debería llevar a un lugar de reflexión más práctico que teórico: ¿dónde situamos a aquella persona que no piensa como yo? ¿Dónde ubicamos a la disidencia? Para algunos planteamientos teóricos y para algunos medios de comunicación generalistas la disidencia es directamente inubicable: no existe, no puede ser, no tiene cabida, está deslegitimada o no se la reconoce como interlocutora válida. La pluralidad se ha convertido en una amenaza, y la disidencia en un animal mitológico.
La feminista Helene Cixous nos dice en La risa de la medusa (1975/1995) que el pensamiento siempre ha funcionado por oposiciones duales, jerarquizadas. Y el androcentrismo tiene claro que debe seguir reforzando las dicotomías, la lógica del amo y del esclavo, para seguir subsistiendo. Trascendiendo la categoría sexo/genérica del término binarista de ‘androcentrismo’, nos gustaría recalcar que lo usamos para señalar una posición de poder y, por lo tanto lo usamos como categoría política, y no estricta o exclusivamente como una categoría genital correspondiente al sexo/género másculino. Lo que queremos decir con esto es que Margaret Thatcher fue funcional al poder machobélico aunque portara vulva y vagina, así como el feminismo institucional o hegemónico se alinea con el patriarcado copiando y reproduciendo sus lógicas punitivistas y sus estrategias de deslegitimación e invisibilización de determinados discursos y prácticas feministas.
De la misma manera que Paul B. Preciado usa el término ‘minoría’ para referirse, no a una cantidad numérica, sino a una posición de subordinación respecto a una ‘mayoría’ dominante, las disidencias quedan relegadas a una periferia mediática mientras que los centros de poder siguen teniendo los altavoces más potentes y, por ende, los medios de producción de (in)formación y difusión de dicho conocimiento.
De la España franquista aprendimos que hace falta un marco garantista de derechos y libertades para democratizar la información y que, sin la libre accesibilidad a la información, difícilmente se construye una sociedad pensante, una sociedad crítica. Que los principales espacios de la prensa generalista estén cerrados a airear ciertos debates habla más de mordazas que de libertad y de democracia. Podríamos establecer un paralelismo entre la falta de independencia del poder legislativo y el ejecutivo (con el resultado catastrófico que esto tiene para con la justicia) con el hecho de que el periodismo en este país esté supeditado a intereses partidistas y a sus agendas ideológicas.
La censura no puede considerarse una estrategia feminista. ¿Se deduce de esto que todas las opiniones son respetables? ¿O que el feminismo aspira a asimilar toda opinión? Nada más lejos de la realidad. Lo que pretendemos exponer en esta tribuna es que, a la hora de problematizar cuestiones como el trabajo sexual o la gestación por sustitución nuestro marco debería alejarse tanto del positivismo como del relativismo radical para adentrarse en lo que Haraway denominó conocimiento situado.
Seguramente a la hora de emitir opiniones y juicios deberíamos difractar más que reflexionar, deberíamos asumir que ningún concepto puede de facto desligarse de la subjetividad de quien lo enuncia. Y esto también es válido para aquellas personas que censuran los puntos de vista contrarios: asumen que la otra opinión es ‘objetivamente mala’ —y por tanto la propia es la ‘objetivamente buena’—, situándonos así, de nuevo, no sólo en una aburrida y limitante polarización, sino en la lógica de colonizar la mirada ajena, de conquistarla o, en última instancia, de exterminarla. Y qué mejor conocimiento situado que escuchar a las protagonistas hablar en primera persona. Nos ahorramos así caer en discursos victimizantes, infantilizadores, en cuestionar la capacidad de agencia de aquelles que se quieren posicionar como sujetos políticos o entrar en dinámicas de tutelaje, tanto en las prácticas políticas como en las discursivas.
Nos oponemos frontalmente a la censura y al punitivismo. Mirarnos en la mirada de la otra y reconocernos como diferentes debería ampliar nuestra propia cosmovisión, no achicarla. El miedo al disenso y los intentos de cancelación solo significan una cosa: el androcentrismo ha hecho muy bien su trabajo en los espacios políticos, en los medios de comunicación. El andrós y sus procesos siguen conquistando inevitablemente el sistema, el poder y la retórica que lo acompaña.