Cuidado: sí, es la democracia, en España, en la UE
Por todas las latitudes de la UE se sufren las consecuencias del deterioro de las instituciones que nos unen.
El Congreso del Partido de los Socialistas Europeos (PES) ha tenido lugar este último fin de semana en Málaga, 9 a 11 de noviembre, reeligiendo como presidente a Stefan Lövfen, antiguo primer ministro de Suecia, y lanzando la plataforma que conducirá a la familia socialdemócrata europea a las próximas elecciones, en junio de 2024.
Momentos principales, por tanto, fueron los de los discursos de Iratxe García, presidenta del Grupo S&D en el Parlamento Europeo (PE), el del propio Stefan en la clausura del encuentro, y el de Pedro Sánchez, aplaudido por renovar —con esfuerzos y voluntad de acuerdos— una mayoría de investidura para formar Gobierno a partir de la dificilísima aritmética surgida del 23J.
La determinación de la socialdemocracia europea de hacer frente al trumpismo y a la hibridación de la derecha tradicional —conservadurismo mainstream— y una extrema derecha cada vez más agresiva fue, cómo no, visto el paisaje en la UE y la situación en España, un destacado hilo conductor en todas las intervenciones. El peligro que subyace a esta ola de pujante radicalización de las posiciones reaccionarias ante la complicación de las fórmulas para asegurar Gobierno —y gobernabilidad— en las sociedades abiertas (y, por ende, complejas, surcadas de contradicciones internas) reside, como es ya evidente, en la creciente erosión de las bases de la convivencia en los ordenamientos constitucionales sobre los que se asienta el vínculo de representación (y confianza) entre los gobernantes, legitimados por mayorías parlamentarias, y la ciudadanía plural.
Por todas las latitudes de la UE se sufren las consecuencias del deterioro de las instituciones que nos unen, expresivo a su vez de un retroceso severo de la voluntad de vivir juntos desde el respeto a las reglas, esto es, las leyes que nos unen y al mismo tiempo nos vinculan.
Mil veces citada últimamente —más que leída, desde luego— la obra de Levitsky y Ziblatt Cómo mueren las democracias (2018) explica cómo, entre otros síndromes, un factor determinante del declive democrático reside en la negación de la aceptabilidad de la derrota electoral y en la consiguiente viabilidad de una alternativa consistente en la victoria del “otro” y su aceptación por los eventual o temporalmente desplazados del Gobierno.
Ciertamente, la teoría democrática —consagrada en los “valores comunes” de rango constitucional en art.2 TUE— explica que para que una democracia sea reconocida como tal no basta con sustentar la acción de Gobierno en el apoyo de la mayoría (en democracias parlamentarias, esta se expresa en la investidura y en las votaciones en la Cámara en que se representa la voluntad popular) sino que exige, sobre todo, respeto de las minorías y promoción del pluralismo.
Pero este caveat no exime de subrayar el principio: las democracias se desmoronan cuando los que pierden las elecciones o ven negada su investidura por falta de mayoría no aceptan a quien las gana o a quien consigue sumar una mayoría suficiente para la investidura. De ahí la gravedad de los desórdenes y la violencia desatada para intentar “por todos los medios” no sólo deslegitimar el Gobierno de coalición progresista que vuelve a liderar Pedro Sánchez sino minar —si es que no reventar o explosionar— los supuestos sociales y políticos de la convivencia pacífica entre españoles en España.
De modo que, cuidado: la democracia explica la secuencia en curso, tanto en lo que nos mueve a quienes apoyamos al Gobierno progresista como a quienes disgusta hasta el rechazo más intenso. Pero, atención: cuidado con la democracia misma y con la voluntad de ser y vivir juntos sobre la que se asienta la democracia en España y, por extensión, en la UE.
El daño a lo que nos une alcanza niveles preocupantes, oído el vociferante griterío fascistizante contra instituciones que deberían estar fuera de la disputa y visto el despliegue mediático de seguimiento constante de los altercados violentos y de los testimonios más desorientados y esperpénticos de entre los amotinados: baste, motón de muestra, los que braman “putodefender” España al margen de los españoles o contra su voluntad libremente expresada en las urnas y contra la voluntad libremente formada para la investidura del Presidente del Gobierno en el Congreso de los Diputados, órgano constitucional competente para ello.
Huelga insistir aquí en que el derecho de manifestación pacífica es constitucional y legítimo, regulado por la Ley 5/83, como, por supuesto, lo es también oponerse a una ley orgánica de amnistía —muchas de las razones expuestas en contra son atendibles—, pero no es constitucional, sino todo lo contrario, incitar actos violentos irresponsablemente, como tampoco ese odio destilado en estado tan puro que sólo puede espolear la comisión de delitos de odio en legítimo ejercicio de la libertad de expresión.
No es constitucional, sino todo lo contrario, despreciar los mandatos de configuración y renovación de los órganos constitucionales que dimanan de mayorías cualificadas (3/5 de cada Cámara) en los plazos preceptuados (cada cinco años, íntegramente), como es el caso insufrible del CGPJ caducado hace 5 años, con grave quebranto del crédito de las instituciones, de la Administración de Justicia (falta de cobertura de vacantes cronificadas y crecientes) y, consiguientemente, del derecho de acceso a la Justicia y a la tutela judicial efectiva de la ciudadanía.
Por último, no es constitucional ni patriótico, sino todo lo contrario, enredar y malmeter contra la reputación de España ante las Instituciones europeas —Comisión Von der Leyen incluida—, haciendo pasar por “dictadura”, con desvarío delirante, lo que está teniendo lugar de acuerdo con las reglas y cauces vigentes en nuestro orden constitucional, por más que puedan disgustar a quienes quieran aprestarse a ejercitar su voto cuando vuelva a tocar en el sentido que quieran, siempre que —teniendo presente el diagnóstico de Levitsty y Ziblatt— se acepte la viabilidad jurídica y política de lo que nos disgusta por mor de preservar el respeto a lo que (todavía) nos une.