El corazón de las tinieblas
Ni con toda la mencía entre pecho y espalda se me ocurriría ponerme en el lugar de una mujer que sabe que no puede seguir adelante con el embarazo que no buscó.
La tristeza siempre tuvo un nombre en mi niñez: destripaterrones.
Podíamos reconocer a quienes labraban tierras ajenas o cuidaban el ganado de otro, cobrando de su dueño (frecuentemente el abuelo o un tío del currante) un miserable sueldo y una comida rala que, para mayor humillación, no siempre llegaban. El andar dolorido, la mirada perdida de tanto atisbar la nevada o el pedrisco, los dedos inquietos de ordeñar los números que no les cuadraban, los delataban.
No muy lejos de nuestra casa, soportaba semejante colonato un matrimonio que escatimaba leche de cabra y tocino para alimentar a los cuatro hijos que el azar (se pongan como se pongan, no hay otra razón) les había deparado. En alguna ocasión, la mujer se sinceró con mi madre, cuando esta se inventaba excusas para darle algunas ropas usadas y un cacho de queso que no nos sobraba; “faltaría más, el favor lo haces tú aceptándolo, no hay más que hablar”. Reconocía querer a sus hijos sin fisura, con la misma firmeza con la que se odiaba por haberlos parido en ese paisaje de terrones secos y platos casi vacíos.
-Yo sé que mi marido piensa lo mismo, pero a él le enseñaron que los hombres ni quieren, ni lloran ni se lamentan.
Cuando supo que el quinto se había alojado en su interior, el páramo de la alacena y lo raído de las mantas pudieron más, y probó cuantos remedios caseros recordó. Como de nada sirvieran el perejil ni la ruda, saltó, día tras día, desde el poyo de la cocina hasta quedar agotada, en pos de la pérdida que no llegó a provocar. Nació la niña, y durante dos años creció con toda la normalidad que la pobreza permite, hasta la mañana en que su madre salió al corral a ordeñar y la pequeña, más viva que lo que nadie imaginara, pudo trepar al poyo (el mismo desde el que saltara su madre) y, perdido el equilibrio, caer de bruces sobre las brasas.
Su madre sintió en lo mas hondo y para siempre que las quemaduras que dibujaron el rostro de su cría eran el castigo que la divinidad le había enviado a ella por sus repetidos intentos de deshacerse del feto.
-Dios sabía muy bien que más me dolería ver las cicatrices en mi hija que si fuera yo quien las cargara -susurraba.
Leo en Los años, el admirable libro de Annie Ernaux (por esta vez, un nobel de altura, no como el de su paisano Patrick Modiano, al que yo, con generosidad, apodé “Mediano”) el siguiente texto:
“Acompañábamos en secreto a mujeres embarazadas a un piso particular donde médicos militantes aspiraban gratuitamente el embrión que ellas no deseaban. Una olla express para la desinfección del material y una bomba de bicicleta invertida bastaban.”
Y este otro, en el que se refiere a uno de los días más importantes de su vida; aquel en que la ley francesa autorizó la píldora:
“No nos atrevíamos a pedírsela al medico, que no la proponía, sobre todo si no se estaba casada. Era una iniciativa impúdica. Nos dábamos cuenta de que, con la píldora, la vida iba a cambiar; tan libres de nuestro cuerpo que daba hasta miedo. Tan libres como un hombre.”
Pretender, como pretenden ahora ciertos indocumentados (no lo digo yo: alguno de los promotores de la medida disuasoria publicitada en estos días ha reconocido no saber mucho de embarazos), que la mujer que decide abortar lo hace con ligereza y desconocimiento de la realidad que afronta me parece, cuando menos, una burla que ni la ineptitud ni el fanatismo pueden disculpar.
Ni con toda la mencía entre pecho y espalda se me ocurriría ponerme en el lugar de una mujer que sabe que no puede seguir adelante con el embarazo que no buscó.
Y quiero que quede constancia del absoluto desprecio que siento por quienes se encogen de hombros con suficiencia, aluden a la castidad como solución y niegan el cuerpo, el deseo, la excitación, la necesidad del sexo para mantener un equilibrio vital mínimo; ellos mismos se califican de inhumanos y deberían, por coherencia, no intervenir en aquello que ignoran.
En Chile, años después del golpe de Pinochet, la Iglesia, siempre la Iglesia, consiguió abortar una campaña en los medios a favor del uso del condón. Cuando visité algunas zonas rurales y vislumbré esas piaras de niños mapuches hacinados en chabolas de uralita, mis blasfemias provocaron una estampida de huanacos.
Los que vociferan ante las clínicas, amenazan e insultan a quienes en ellas trabajan y a quienes buscan ayuda, pretenden, ahora que han alcanzado un retazo de poder, que los médicos insistan a la embarazada que ha solicitado la intervención para que contemple una ecografía 4D del feto (mi suegra, que entraba siempre a las ecografías, porque ella, si era gratis, entraba -también a las misas de Los Jerónimos para que el renqueante mendigo subiera la escalinata y le abriera la puerta- siempre exclamaba, incluso ante la primera de mi Julieta, más pequeña y difusa que Andorra avistada desde la Luna, “es igualita a su madre”) y escuche su latido a través del pertinente aparato de microfonía, cacharros tecnológicos para los que, supongo, no contarán los recortes presupuestarios que arrasan nuestra sanidad.
Como si cada una de ellas no hubiera percibido ya lo que aloja en su vientre, como si no hubiera imaginado ya todos los posibles futuros, como si no sufriera a causa de la duda y el desamparo.
Como si su decisión, en fin, fuera la que fuera, no la hubiera sumido ya en la tristeza y la angustia.
Dicen, y asusta pensar que lo digan en serio, que semejante tortura se engloba en un plan de natalidad que revierta la despoblación.
¿Qué cabría esperar de un país habitado por hijos del dolor y el rechazo?
Quizás deberían esos tipos inmaculados (“donde gobiernan los puros de corazón, el pueblo se muere de hambre”. Gracias, maestro Pla) colocar el fonendoscopio en el atribulado pecho de la mujer a la que atacan con su ignorancia y escuchar el ritmo desbocado que provocan las ideas que se atropellan, el miedo, los plazos cuyo final se acerca, la humillación, el desprecio apenas disimulado.
O puede que fuera mejor que volvieran el aparato hacia su propio torso para escuchar como desde lo más profundo de la oscuridad de su alma llega la voz de Kurtz repitiendo: “El horror. El horror.”