¿Y ahora qué?
Se abren pues tiempos convulsos y gozosamente democráticos. Porque no olvidemos que la democracia implica circulación de las ideas, pluralismo, voces libres en la plaza pública. Aunque todavía haya algunos a los que eso parece no gustarle mucho. Unas voces libres que, y hoy más que nunca, tienen todo el derecho a cuestionar la continuidad de una institución construida sobre la desigualdad.
Tras la sorpresa de la noticia de esta mañana, que no ha sido tal porque hacía tiempo que la abdicación de Juan Carlos se venía barajando como una de las salidas más realistas a la crisis institucional que también sufre en nuestro país la Corona, son muchos los interrogantes que se plantean en un doble plano. El primero de ellos, el puramente jurídico-constitucional, es el más fácil de contestar y resolver, sobre todo porque se cuenta con la voluntad política que lo hará posible y no tanto porque nuestro ordenamiento lo prevea con detalle. La Constitución española se limita a decir en su escueto artículo 57.5 que: "Las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica".
Por lo tanto, el procedimiento inmediato consistirá en que las Cortes aprueben dicha ley orgánica que deberá tramitarse, suponemos, por el procedimiento de urgencia. Serán por lo tanto las Cortes Generales las que, de alguna manera, deberán dar contenido a la abdicación y, sobre todo, marcar los trámites y plazos para la subida al trono de Felipe de Borbón. Esta urgencia, sin embargo, pone de manifiesto lo que desde hace tiempo muchos constitucionalistas no hemos dejado de criticar: la ausencia de una regulación específica de la posición institucional del rey, de su heredero y de todas las posibles situaciones excepcionales y de interinidad que pueden darse en una Jefatura que se apoya en la continuidad de una familia y no en un proceso electivo. Todo ello por no hablar de la vergonzosa permanencia de la preferencia masculina en la sucesión al trono en un artículo de la Constitución, el 57, que nuestros mediocres representantes no han tenido la voluntad ni la valentía de reformar en más de 30 años.
Resuelta la cuestión jurídica, que insisto, será de fácil cobertura e irá acompañada, me temo, de todo un proceso de exaltación romántico-patriótica-mediática de la figura de un rey al que no quitaré méritos pero al que tampoco restaré errores, quedaría en el aire la que, sin embargo, es la cuestión más importante. La que más que como jurista como ciudadano me preocupa y enciende todas las luces de alerta en mi alma de demócrata. Me refiero al mismo debate sobre el modelo de la Jefatura del Estado. Un debate que no puede seguir condicionado por el lastre de un momento histórico, el de la transición, cuyos argumentos carecen de valor, o al menos del mismo valor, más de tres décadas después.
Y no solo, que también, por el progresivo desprestigio de una institución que por sus propias características o se apoya en la excelencia de sus sujetos o deja de tener sentido, sino porque la madurez democrática reclama que muchas de las cláusulas del pacto constituyente del 78 sean revisadas. Muchas de ellas porque fueron chapuceramente resueltas en aquel momento, otras porque han sido sobrepasadas por los acontecimientos. Tal y como cada día con más fuerza se está planteando por algunas opciones políticas, muy especialmente las que estando en las fronteras han ido ocupando poco a poco un lugar cada vez más central en el debate político, es necesario dotarnos de un nuevo texto constitucional, sobre el que además tengamos la oportunidad de pronunciarnos los que por edad no lo hicimos en 1978. Con el que se supere la dinámica de una transición que dejó encerrados en el armario muchos fantasmas del pasado. Que apueste de verdad por el bienestar de la ciudadanía y por unos mayores niveles de participación democrática. Que sirva, junto a otras urgentes y necesarias reformas, para acabar o al menos reducir las grietas por las que se desangra un Estado social y democrático de Derecho cuyos adjetivos cada vez parecen pesar menos.
Muy complicado lo va a tener Felipe de Borbón en la búsqueda, que por otra parte es permanente en el caso de una Monarquía, de esa legitimidad de ejercicio sin la que su papel se irá debilitando todavía más de lo que ya lo está. Sobre todo porque él no es heredero del juancarlismo y porque, afortunadamente, las nuevas generaciones han aprendido si no todas sí buena parte de las reglas esenciales de una democracia. Ahí están, sin ir más lejos, los resultados de las elecciones europeas que han servido para quitar el velo que ya ocultaba solo a duras penas muchas de las fallas del sistema.
Se abren pues tiempos convulsos y gozosamente democráticos. Porque no olvidemos que la democracia implica circulación de las ideas, pluralismo, voces libres en la plaza pública. Aunque todavía haya algunos a los que eso parece no gustarle mucho. Unas voces libres que, y hoy más que nunca, tienen todo el derecho a cuestionar la continuidad de una institución construida sobre la desigualdad y, más aún, el derecho a luchar pacíficamente y con las armas democráticas por el inicio de un proceso constituyente que nos acerque al sistema constitucional que algunos soñamos.
Este artículo se publicó originalmente en el blog del autor, Las horas.