Putas vidas
La puerta abierta es no solo una más que estimable película, rodada con mimo, tierna e intensa, dolorosa y compleja, sino también todo un pretexto para que nos atrevamos a mirar donde no solemos hacerlo. Ni siquiera cuando socialmente abrimos los debates que tienen que ver con la discriminación interseccional que sufren las mujeres. Seamos, como decía Carmen Machi el otro día en una entrevista, generosos y comprensivos con las prostitutas
En La puerta abierta, primer largometraje de Marina Seresesky, las protagonistas absolutas son mujeres. Solo un policía, un hermano canalla, un amante/putero y un niño cómplice aparecen como personajes muy secundarios. Ello, sin embargo, no quiere decir que los hombres estén ausentes o que no formen parte de la historia. Al contrario, ellos son los determinantes de las vidas arrastradas de una mujeres absolutamente condicionadas por las múltiples violencias que sobre ellas ejerce la mitad masculina. Son esas violencias patriarcales las que han llevado a María Luján (una memorable Terele Pávez) a la demencia senil, a Lupita (un tierno y más que creíble Asier Etxeandía) a sobrevivir de mala manera en un mundo marcado por las fronteras de lo masculino y lo femenino o a Rosa (una Carmen Machi muy alejada de sus papeles más habituales y absolutamente contenida) a arrastrar el peso de las muchas amarguras que desde niña ha sufrido. Todo ello por no hablar del resto de vecinas de la corrala que forman un microcosmos en el que el protagonismo corresponde a las que hacen lo posible y lo imposible por sobrevivir, a las que son las invisibles víctimas de las injusticias de un orden que las usa, las compra y las vende.
A diferencia de, por ejemplo, la última de Woody Allen, en la que de nuevo volvemos a ver a una prostituta medio tonta y simpática, que nos hace reír y que se llama Candy, o de miradas tan paternalistas y superficiales como las Princesas de León de Aranoa, en La puerta abierta, las putas aparecen retratadas con absoluta fidelidad al espacio de injusticias y dolores en el que luchan cada día por tener algo que llevarse a la boca. Sin pretender hacer un panfleto, y con absoluta generosidad y ternura en el tratamiento de una realidad tan dura, la directora consigue que nos enfrentemos a todo lo que esas mujeres tienen que soportar, sufrir y batallar en una sociedad que, o las hace invisibles o bien, en el mejor de los casos, adopta una posición proteccionista hacia lo que algunos y algunas entienden que no es más que una profesión libremente elegida. En la película, sin embargo, lo que vemos es que precisamente lo que Rosa elige libremente es huir del terror.
No deberíamos olvidar que las miserias, los golpes y las frustraciones que todos los días sufren mujeres como Lupita o Rosa no son la justa consecuencia de sus libres elecciones y los efectos colaterales de un contrato que algunos dirían que han firmado concientemente. Todo ese dolor es el resultado de unas relaciones de poder, también en lo sexual, también en lo privado y en lo familiar, que las convierte en objetos, en instrumentos para los deseos del otro, pura mercancía que se cotiza al alza en el mercado de las soledades y de los egos de machos criados al amparo de la prepotencia.
Lo más interesante de esta primera película, que no es casualidad que haya sido escrita y dirigida por una mujer (¡cuánta falta hacen sus miradas en unas pantallas dominadas por los hombres!) no es solo el retrato de unos personajes y de un contexto que puede parecer hasta asfixiante. Lo más relevante de La puerta abierta reside en la posibilidad de mirar en el reverso del guión, en entender por qué Rosa vive amargada o por qué un día vuelve con la cara llena de moratones, en analizar cómo Lupita sufre sentirse alguien distinto al cuerpo con el que nació, en descubrir las últimas razones de la locura fantástica de María, de sus pelucas y de sus pestañas postizas, de su sueño de Sarita Montiel. Y todos esos argumentos tienen que ver, por más que muchos y algunas insistan en diluir el debate, con una estructuras en las que la mitad masculina sigue siendo la dominante, de ahí que muchos hombres entiendan que sus deseos son derechos, y en las que la mitad femenina permanece aún en estado de subordinación, por más que se le trate de hacer desaparecer bajo el "mito de la libre elección".
La puerta abierta es no solo una más que estimable película, rodada con mimo, tierna e intensa, dolorosa y compleja, sino también todo un pretexto para que nos atrevamos a mirar donde no solemos hacerlo. Ni siquiera cuando socialmente abrimos los debates que tienen que ver con la discriminación interseccional que sufren las mujeres. Seamos, como decía Carmen Machi el otro día en una entrevista, generosos y comprensivos con las prostitutas, o sea, no las sometamos a una victimización que multiplique sus miserias. Pero sobre todo, no olvidemos que si ellas continúan por las esquinas es gracias a unos hombres a los que no les importa pagar por sexo. Los mismos que con frecuencia pegan una hostia para dejar claro cuál es su territorio, los que son a menudo unos calzonazos en su casa y unos chulos en la calle, los que consideran que con el dinero todo se puede comprar. Mientras que no afrontemos las violencias patriarcales teniendo en cuenta la posición de poder de quienes las ejercen, no haremos más que poner parches en la larga lucha por la igualdad. Y seguiremos condenando a mujeres como Rosa, o a niñas como la rusa que parece abrir una puerta a la esperanza en la película, a vivir siempre en el filo de la amargura. Condenadas a sobrevivir a fuerza de múltiples heroísmos cotidianos y, en todo caso, iluminadas por la fantasía de un mundo en el que, como soñaba María Luján, pudieran ser las reinas de la función. Tan sabias como este puto mundo les ha permitido ser: "Los clientes son tan malos como la policía".
Este post fue publicado originalmente en el blog del autor