'Mustang': contra las rejas del patriarcado
Mustang, la ganadora del Goya a la mejor película europea y la que representó a Francia en los Oscars, muestra a la perfección de qué manera tan cruel continúa funcionando el patriarcado en contextos en los que las mujeres aún no han alcanzado la mayoría de edad. La historia de cómo cinco hermanas son "encarceladas" con el objetivo de que mantengan su virtud.
El patriarcado no es sólo un orden político que se sostiene en unas determinadas estructuras socioeconómicas, sino que también representa un orden cultural mediante el que se construyen, de manera jerárquica, las subjetividades masculina y femenina. Desde esta perspectiva, atraviesa y penetra todas las culturas y se alía, de manera muy singular, con las religiones monoteístas.
El resultado no es otro que eso que Mª Angeles Barrère denomina la subordiscriminación de las mujeres. Es decir, el sometimiento de la mitad de la Humanidad a las reglas del patriarca, su sujeción a unos principios morales más estrictos que los que guían la vida de los hombres, su permanente devaluación frente al masculino universal. De esta manera, la historia no ha sido otra cosa que la permanente convalidación del espacio de los hombres, como bien ha explicado Celia Amorós, de "los iguales" en cuanto sujetos de derechos y titulares del poder, frente a las diferentes prisiones en las que han sobrevivido ellas, es decir, las "idénticas".
Mustang, la película que representó a Francia en la pasada edición de los Oscars y que consiguió el Goya a la mejor cinta europea, nos muestra a la perfección de qué manera tan cruel continúa funcionando el patriarcado en contextos culturales en los que las mujeres aún no han alcanzado la mayoría de edad. La historia de cómo cinco hermanas entre los 12 y los 16 años, en un pueblo del norte de Turquía, son prácticamente "encarceladas" con el objetivo de que mantengan su virtud y no sobrepasen las fronteras de los espacios reservados a las mujeres, bien nos puede servir como lección magistral de cómo se construyen las relaciones de poder que a ellas las convierten en esclavas.
Las cinco hermanas, que bien podrían llamarse todas Sofía, son educadas para complacer y ser útiles al marido, para aguantar sus sinrazones sin quejarse, para reproducir la especie y contribuir así al mantenimiento del orden. Las necesarias para la libertad de Emilio, las ciudadanas pasivas de Kant, las histéricas a las que hay que sujetar para que no rompan la armonía del universo. Aquellas cuya virtud se mide por el himen intacto y por el recato que oculta su rostro, es decir, su individualidad.
A través de un relato que la directora de origen turco Deniz Gamze Ergüven construye con precisión y ternura, como si se tratara de un cuento en el que nuestras heroínas tienen que ir superando obstáculos, asistimos a la reproducción cruel de todos y cada uno de los elementos que durante siglos han separado el espacio privilegiado de los hombres de la cárcel de deberes en la que han estado recluidas las mujeres.
Podemos encontrar en la película los ecos de La casa de Bernarda Alba, como también de la estética que Sofia Coppola le dió a Las vírgenes suicidas. La maravillosa luz de la película, la cercana naturaleza en la que crecen las protagonistas, el mar a lo lejos como símbolo de libertad y de pecado, enmarcan una historia que es profundamente dramática, pero que la directora consigue contarnos como quien nos va desgranando un cuento. Como si Scherezade se hubiera empeñado en hacer una película para así evitar la muerte.
También en la película hay una Adela como la que escribió Lorca, también vemos la muerte como vía de escape para quién no tiene la llave que permite abrir las puertas. Y hay violencia, y hay abusos, y hay dolor. El que durante siglos han arrastrado, y todavía hoy arrastran, las que son las más vulnerables entre los vulnerables.
En estos tiempos de neomachismo y de exaltación de eso que, con acierto, Ana de Miguel denomina "mito de la libre elección", esta película debería ser de visión obligatoria para adolescentes. Para ellos y, muy especialmente, para ellas.
Para que esas chicas educadas en el espejismo de la igualdad formal no dejen de estar alerta ante las garras de un patriarcado que se revitaliza con seducciones varias y que vuelve a convertirlas, de nuevo y bajo mil maneras perversas, en esclavas. Para que no pierdan de vista el poderío de la más pequeña de las hermanas, interpretada deliciosamente por la actriz turca Günes Sensoy, y se agarren para siempre a sus deseos de libertad. Para que entiendan, a través de esa niña que desea aprender a conducir, o lo que es lo mismo, a conducirse a sí misma, lo que significa estar empoderada.
No creo que sea casual que la película empiece y acabe con la imagen de una maestra. Es decir, con la referencia de la educación como la vía que permite liberarnos de las cadenas, como un derecho que nos hace iguales y que nos permite luchar contra todo tipo de castraciones, como herramienta sin la que las mujeres difícilmente lograrán escapar de las prisiones. El abrazo final representa la esperanza de un mundo en el que la mitad no tenga que sufrir las violencias y abusos de la otra mitad. En el que todas y todos seamos libres para decidir, incluso, cómo equivocarnos.
Este artículo se publicó originalmente en el blog de su autor.