Masculinidades tóxicas
La masculinidad hegemónica, construida históricamente sobre el íntimo vínculo poder-violencia y que se ha traducido siempre en relaciones jerárquicas entre el que está en el púlpito y aquéllos y aquéllas que están a sus pies, no sólo ha convertido a las mujeres en las principales sufridoras de los excesos del macho sino que también ha herido de muerte a los hombres disidentes y a aquéllos que se han encontrado en una posición subordinada.
Foto: EFE
Leo sobrecogido el relato de cómo Antonio Peñalver, el subcampeón olímpico de Barcelona 92, sufrió abusos sexuales a mano de su entrenador Miguel Ángel Millán y pienso en cuántos enormes armarios quedan todavía por abrir en nuestras sociedades neomachistas. Las palabras de Peñalver, que se suman a las que poco a poco van dejando al descubierto el dolor de tantos que un día se sintieron "puñeteros héroes" gracias a un guía todopoderoso al que con frecuencia se encontraban encima al despertarse, nos desvelan uno de los muchos rincones oscuros del patriarcado. El que tiene que ver con el abuso del poder y el dominio erotizado, el que se usa y del que se abusa sobre los y las más débiles, el que alimenta monstruos y genera víctimas de por vida.
La masculinidad hegemónica, construida históricamente sobre el íntimo vínculo poder-violencia y que se ha traducido siempre en relaciones jerárquicas entre el que está en el púlpito y aquéllos y aquéllas que están a sus pies, no sólo ha convertido a las mujeres en las principales sufridoras de los excesos del macho sino que también ha herido de muerte a los hombres disidentes y a aquéllos que se han encontrado en una posición subordinada. Para mantener el estatus de dominio, el jerarca ha tenido que usar siempre sus poderes de seducción, tan ligados al poder que ha ejercido, y en última instancia la violencia, en cualquiera de sus formas: física, psicológica, emocional, sexual o puramente simbólica. Este brutal ejercicio del poderío masculino no solo se ha proyectado, insisto, con respecto a las mujeres consideradas por naturaleza desiguales y entregadas siempre a las necesidades del varón, sino también en aquellos círculos de hombres en los que se han generado vínculos de una cierta intimidad y que habitualmente han carecido de transparencia. Ahí está la vergonzante historia de la pederastia en la Iglesia Católica para demostrarlo: la más demoledora expresión de eso que el teólogo Juan José Tamayo ha denominado "masculinidades sagradas".
Durante siglos, en seminarios, colegios, parroquias y noviciados, los hombres sagrados -obispos, diáconos, sacerdotes- han actuado como dioses, capaces por tanto de someter y denigrar, de exigir y de abusar, de dictar la ley y de callar ante el pecado propio. El poder sobre las almas acaba siendo poder sobre los cuerpos y todo ello en un contexto de moral represiva con la libertad sexual, con la expresión de las emociones y con la diversidad de género. Los mismos hombres enjaulados que interpretan las escrituras y lanzan proclamaciones dogmáticas acaban convertidos en monstruos que rezan por las mañanas en público y usan el látigo de sus placeres ocultos por las noches. Todo ello, además, con el silencio cómplice de todos los que sabiendo han callado.
Esa concepción de la virilidad, que con frecuencia se acompaña de homofobia interiorizada y de una brutal represión de la propia identidad, se nutre y se multiplica en espacios de homosocialidad en los que existe una fuerte estructura jerárquica, ya sea explícita o implícita, y en los que se reafirma hasta la exasperación que ser hombre implica sobre todo no ser mujer. No cabe duda de que tradicionalmente el deporte ha sido uno de esos ámbitos en los que la virilidad dominante era la que marcaba las reglas e imponía fronteras en los espacios. Unos espacios en los que individuos singularmente vulnerables -menores de edad en general, chicos con problemas de identidad o con dificultades socioeconómicas en particular- son las principales víctimas de un sistema en el que es muy fácil sublimar lo que en un momento determinado puede dar sentido la vida. En el caso de Antonio Peñalver, y de otros muchos que en estos días se atreven a dar la cara, es evidente: "en esos momentos mi vida y mi religión era el atletismo". Una religión en la que existía un sumo sacerdote que se creía dios, en las pistas y fuera de ellas, y una vida en la que el aprendiz de todo que entonces era Antonio se sentía dependiente del que consideraba "un puñetero Dios".
La dramática historia del que un día se creyó un superhéroe y luego tuvo que vivir una larga travesía de soledad y lágrimas nos revela que, al igual que lentamente pero sin pausa ha ido ocurriendo con la violencia que sufren las mujeres, nuestra sociedad necesita poner al descubierto todos esos escenarios brutales en los que durante siglos ha ido engordando una masculinidad tóxica. Debemos ayudar a las víctimas a que sean capaces de salir de su silencio, a que se empoderen y a que se sientan acompañadas en el duro proceso que supone reconocer que un día fueron meros objetos en manos de aquellos a los que tenían por dioses. Y, sobre todo, debemos trabajar mucho más en la revisión de un modelo de virilidad que provoca tanto dolor, que genera tantas injusticias y que alimenta la ficción de un poder que al final solo se mantiene desde el abuso y la coacción. Solo desde esa revisión de las subjetividades masculinas, de las relaciones entre ellas y, por supuesto, de las que mantenemos con las femeninas, será posible reconstruir un orden en el que ya no haya lugar para los depredadores. En el que al fin dejemos de creernos dioses y entendamos que la clave es entrenarse para disfrutar de los afectos en horizontalidad. Sin púlpitos ni látigos. Desde la gozosa autonomía que supone sentirnos dueños del cuerpo y de la palabra, de los deseos y de los placeres y, claro está, del heroísmo que supone ser conscientes de nuestra vulnerabilidad.
Este post fue publicado originalmente en el blog del autor