Quizás sería conveniente analizar el perfil de esos chicos y chicas, a veces niños de 11 o 12 años, que martirizan sistemáticamente a un compañero y encuentran en ello algún tipo de satisfacción. Perseguir la felicidad en el dolor ajeno no es un síntoma de buena adaptación. Callar tampoco lo es. O no debería serlo. No debemos olvidar que el silencio, nuestro silencio, nos hace cómplices.