Mi marido y yo hemos vivido muchas cosas juntos desde aquel enero de 1991 cuando nos casamos en el despacho de un abogado en Antigua (Guatemala), para disgusto de mi madre. Yo tenía 27 años y él, 24. Desde entonces han pasado 25 navidades, la muerte de un padre, el nacimiento de tres hijos, cuatro mudanzas...
Seguro que ahora mismo, tienes en la cabeza a esa pareja de amigos tuyos, que son idílicos. Siempre están de acuerdo, nunca se enfadan. Nunca les has visto discutir, ¿verdad? Pues esos también discuten.
Habían pasado dos meses del nacimiento de mi segundo hijo y mi marido y yo estábamos sentados en nuestra mesa de siempre. Tomándonos algo, como siempre, pero ya no sabía como siempre. Era la primera vez que salíamos después de tener al bebé y nos sentíamos incómodos.
Por ejemplo, cuando no soportas ver cómo come, cuando te das cuenta de que llevas dos semanas sin verle y sin saber nada de él, cuando uno de los dos empieza a controlar lo que hace el otro, cuando salen de su boca palabras que pensaste que nunca te diría, cuando la rutina acecha...
El trastorno narcisista de la personalidad se define como "un patrón general de grandiosidad, una necesidad de admiración y una carencia de empatía, que empieza al principio de la edad adulta". Un diagnóstico poco frecuente que afecta a menos del 1% de la población y a más hombres que mujeres.
Fue amor a primera vista; bueno, casi. La primera vez que vi a mi mujer, sentí algo imposible de describir. Tenía 17 años y trabajaba en un Burger King. Ella era encargada con 19 años. Enseguida nos hicimos amigos y esa amistad se convirtió en algo más. Nos casamos seis meses después.
1. Las mujeres no son juzgadas igual que los hombres. Por ejemplo, si una mamá lleva al niño al colegio hecho un desastre, los profesores, los demás padres y cualquiera en un kilómetro a la redonda pensarán: "Hmm... Debe ser alcohólica o algo así. Pobre niño".
No debemos llamar amor a lo que hace daño. Una relación donde son mayores los momentos malos que los buenos será una relación de pareja, pero no será amor. Si vives una relación marcada por las discusiones, la incomprensión o la falta de confianza, estás sufriendo, no estas amando.
El concepto felicidad conyugal debería ser eliminado del vocabulario de todas las parejas. El matrimonio es fabuloso en muchos sentidos, pero esperar esa dicha hace que los momentos malos -que son inevitables- parezcan un problema, cuando en realidad son parte del trato.
Para evolucionar hay que saber cuándo decir adiós aunque ninguno de los dos quiera. Lo que me enseñó mi divorcio es que ser pareja no es lo mismo que ser amantes, que el sexo no es lo mismo que la pasión. Es triste encontrar a alguien perfecto para ti en todos los aspectos, menos en uno...
"Sí, hay alguien más", dijo. "Y es algo serio". Era mi gran amor. Pero habíamos terminado. En su ausencia, él se hacía más presente. Siempre volvía porque siempre estaba. Hasta que dejó de estar. Cada uno siguió por su lado. Él se casó con ella y yo me casé con otro él.
El recuerdo más doloroso fue el silencio después del portazo. Esperé ahí, pero él no vino. Me quedé de pie, como atontada. Seguro que viene detrás de mí, pensé. Pero lo único que vino fue el silencio. Pedí un taxi en mitad de la carretera y me metí entre sollozos incontrolables.
En los años posteriores a mi divorcio he hecho las siguientes cosas, que os recomiendo encarecidamente que probéis. 1. Derrumbarme por completo. 2. Volverme a levantar. 3. Repetir los pasos 1 y 2 varias veces...
Generación tras generación y estudio tras estudio, las parejas han calificado la comunicación matrimonial como el mayor problema para el matrimonio. Y no lo es. La comunicación matrimonial está pagando el pato. Es como el niño que responde cuando le pegan en el recreo. Sólo reacciona ante el instigador, pero le pillan a él.
Los psicólogos especialistas en terapia de pareja nos enfrentamos muchas veces a una difícil realidad, parejas que acuden a consulta tras mucho tiempo metidas en una espiral de discusiones infructuosas e inevitablemente marcadas por la infelicidad.
No podemos cambiar al otro, pero sí podemos entender nuestros problemas y solucionarlos. Cuando se hace así, el malestar, la irritación por la forma de ser del otro, desaparece, ya no nos molesta, y en su lugar hay entendimiento, se pueden encontrar espacios comunes.