Uno puede no aplaudir un himno o a un jefe del Estado, faltaría más. Pero cuando se les vitupera con escarnio, lo que se consigue no es vivir un gran minuto de valentía colectiva, sino transmitir una sensación de intolerancia, de falta de comprensión, de trazar una línea entra lo que les representa a ellos y no a nosotros. A partir de ese momento, todo símbolo se convierte en un objeto de ataque a los sentimientos de los demás.