No cabe en la cabeza que alguien con su formación académica redujera el concepto de desigualdad social a una especie de meritocracia genética y que no fuera capaz de distinguir entre el ADN y una ley para que todos tuvieran, por ejemplo, las mismas facilidades para acceder a la universidad. Se entiende ahora que los recortes siempre apunten a los que más necesitan; es porque genéticamente son los que menos lo merecen.