Cuando jugamos al fútbol nos exhibimos abiertamente. Dejamos aflorar lo que somos, en lo más profundo. Lo mismo nos sucede cuando vemos jugar al equipo que amamos. Lo hacemos sin mediaciones, sin disimulos, sin disfraces. Y eso lo convierte en una oportunidad literaria interesantísima.
Tenía el pueblo más cercano a ciento veinte kilómetros, ningún vecino, ni rutas de acceso; a veces, una visita. En invierno, temperaturas de treinta grados bajo cero, en verano osos en la ribera. En resumen, el paraíso.