Siete razones por las que se te pueden quitar las ganas de enseñar
No entraré en detalles sobre los recortes de presupuesto, la cantidad masiva de alumnos que hay por clase o el sueldo medio. No voy a hablar sobre el agotamiento profundo que implica estar todo el día sobre la tarima ni sobre la sensación de ahogo que te embarga esas noches y fines de semana en los que tienes cientos de trabajos que corregir.
Ya ha pasado más de un año desde que dejé la enseñanza, una decisión que tomé porque íbamos a mudarnos a la otra punta del país. Para conmemorar la ocasión, compartiré la frase que -con diferencia- más introduce la gente en los buscadores para llegar hasta mi página web.
"No quiero enseñar más".
En mis doce años de experiencia como profesora de Inglés, he visto a gente dejar la profesión en estampida. El clima es diferente. La cultura es diferente. El sistema se desmorona y los profesionales de la educación se dispersan para evitar ser aplastados por los escombros cuando todo se venga abajo.
No entraré en detalles sobre los recortes de presupuesto, la cantidad masiva de alumnos que hay por clase o el sueldo medio; de todo eso ya se ha hablado hasta la saciedad. No voy a hablar sobre el agotamiento profundo que implica estar todo el día sobre la tarima ni sobre la sensación de ahogo que te embarga esas noches y fines de semana en los que tienes cientos de trabajos que corregir.
Hay mucho más: cosas que solo comprenderás si tienes una llave de la sala de profesores.
1. Eres una figura de autoridad pero no tienes autoridad real.
Una amiga me dijo en una ocasión: "No sabes lo que es tener un trabajo de verdad, con entregas y adultos vigilándote constantemente. Tú puedes ser tu propia jefa". La ignorancia pura de su comentario lleva años conmigo, y sigue afectándome, en gran parte porque ese pensamiento erróneo es muy común.
Cuando cerramos la puerta cada día y nos dirigimos hacia la parte delantera de la clase, es fácil ser presa del espejismo de que estamos al mando. Después de todo, es tu nombre el que está escrito en la puerta, así que debes de ser quien manda.
Dosis de realidad: tú no eres quien manda.
Los padres mandan sobre ti. La administración manda sobre ti. Los alumnos lo notan. Es cierto. Y, como es cierto, comprometer tu integridad implica una presión inmensa: aprobar a un niño que no ha demostrado maestría, permitir la entrega tardía de un trabajo que mandaste hace dos meses, ser menos estricta al poner menos deberes, proyectos diferentes o notas; porque a veces se espera que no eches más leña al fuego.
2. Tu día no se parece en nada a la jornada del típico trabajador de oficina.
A pesar de la ignorancia de la amiga de la que he hablado antes, tengo que concederle esto: a veces somos dolorosamente conscientes de que nuestro "trabajo de verdad" se diferencia sospechosamente de otros "trabajos de verdad" que requieren tener un título universitario.
Tus amigos pueden hacer cosas como estas en el trabajo:
1. Hacer pis
2. Tomar café
3. Hablar un rato con un compañero sin prisa
4. Salir a comer
5. Hacer papeleo y otras tareas relacionadas con el trabajo mientras están en el trabajo
6. Sentarse de vez en cuando
Estoy segura de que las vacaciones de verano existen porque los Dioses del Colegio cuentan todos los segundos que no tenemos para ir al baño y nos los devuelven todos juntos de golpe. Los 25 minutos para comer no propician comidas relajantes fuera de los muros del colegio o del instituto, y solo puedes aliviarte un poco durante el cambio de clase que, por desgracia, es la única oportunidad que tienen todos los demás profesores para ir al baño.
Porque ¿sabes quién más manda sobre ti? La campana.
3. Todo el mundo se cree que sabe cómo hacer tu trabajo. TODO EL MUNDO.
Además del hecho de que no tienes autoridad, hay muchas personas que sí la tienen y que, literalmente, no han pasado ni un día de su vida enseñando; y aun así muchos están seguros de que saben hacer tu trabajo mejor que tú.
Mucha gente tiene luz en casa, pero eso no los convierte en electricistas. Mi marido no sabe cómo llevar un restaurante solo porque hayamos salido a cenar fuera. ¿Puedo declararme experta en derecho por ver Ley y orden: Unidad de víctimas especiales una vez a la semana?
Pero, por supuesto, la enseñanza es diferente, ¿verdad? En algún punto de nuestras vidas, todos nos hemos sentado en una clase. Todos hemos sido alumnos, después de todo. Durante seis, siete u ocho horas al día, desde preescolar, todo el mundo lo ve, así que todo el mundo puede opinar.
Pero incluso los que llevan poco tiempo enseñando pueden confirmarlo: todo se ve de una forma diferente desde detrás de la mesa del profesor. Así que cuando tus superiores son comités de personas que solo saben cómo es el asunto desde la perspectiva del estudiante, es como pedir a un equipo de contables que cableen un edificio.
¿Sabes lo que probablemente acabará pasando? Que saldrá ardiendo.
4. Querías fomentar la imaginación, no machacarla.
Los profesores llevan mucho tiempo luchando contra la presión cada vez mayor de "enseñar para aprobar un examen". A pesar de nuestros gritos de advertencia, la situación no mejora. Los cursos o asignaturas con valor para la vida real (como, por ejemplo, la economía doméstica o las clases de compra) van muriendo, y no de una forma gradual, precisamente; y no hay ninguna parte de "Alimentación y Nutrición" en el examen de selectividad. Los programas de arte y música corren un grave peligro y en algunos lugares prácticamente han desaparecido.
Una profesora de primaria a la que conozco -que trabaja en uno de los distritos más ricos y respetables de su estado- asistió hace poco a una reunión en la que se pedía a los miembros del personal que "limitaran o eliminaran por completo" la lectura de cuentos. "No está lo suficientemente diferenciada", les dijeron, "y, además, supone un desperdicio de las valiosas horas de clase".
Sus alumnos son de tercero de primaria. Se merecen que les lean un cuento, que alimenten su imaginación. Merecen la magia de una historia cautivadora. Merecen aprender que se puede leer por placer en vez de estrictamente para buscar información.
Y las asignaturas "más importantes" de secundaria tampoco son inmunes. Los profesores de Lengua contemplan con impotencia cómo van desapareciendo del programa las obras de ficción y cómo se van reemplazando por obras basadas en hechos reales. Aunque a veces se nos invita a asistir a comités curriculares (a los que he ido) para darnos la falsa impresión de que tenemos voz y voto, no son más que una trampa: tenemos la libertad que nos permiten los estándares nacionales y estatales. Ahora mismo, se apuesta de manera implacable por los HECHOS. LOS DATOS. LAS ESTADÍSTICAS.
Y eso no deja mucho espacio para la fantasía.
Pero la cuestión es la siguiente: los debates sobre ficción llevan a debates enriquecedores sobre la vida, que conducen a algo mucho más importante que el crecimiento de un estudiante: guían el crecimiento de un ser humano.
5. La obsesión por la tecnología está acabando con tu cordura.
Las cifras y los hechos no son los únicos que están dando de lado a nuestras queridas obras de ficción. El demoledor ritmo de la tecnología también las está aplastando. "¡Los niños deben aprenderlo TODO SOBRE LA TECNOLOGÍA!", afirma todo el mundo mientras agita los brazos y se dirige hacia la tienda Apple más cercana. "¡Es el futuro!"
Entonces, ¿por qué los directores generales de las empresas de tecnología más importantes envían a sus hijos a los Centros Educativos Waldorf, en los que no hay ordenadores? Tiene que haber una aplicación... No, perdón, quería decir "explicación".
Es un asunto peliagudo. POR SUPUESTO, como profesores que somos, nuestro trabajo es adaptarnos a los tiempos que corren. Pero me atrevería a decir que nuestro trabajo también es retar a nuestros alumnos con cosas novedosas; y, para esta generación, la tecnología no lo es. De hecho, es lo único de lo que saben. Los niños no necesitan saber más sobre ella -la mayoría lleva viendo una pantalla y haciendo clic desde que eran bebés- y seguirán haciéndolo en mitad de tu explicación (probablemente basada en hechos reales) sobre un libro (que probablemente no será de ficción), por cierto. Resulta increíblemente frustrante que todas estas gloriosas innovaciones sirvan más como una distracción que como una herramienta de aprendizaje.
Aunque los profesores tendemos a juntarnos, yo tengo amigos y familiares con vidas profesionales muy variadas: desde empresarios de éxito hasta ingenieros mecánicos pasando por directores de recursos humanos. Todos ellos llevan entrevistando a candidatos durante más de una década, y todos se quejan de algo similar: les resulta casi imposible encontrar a un aspirante al que realmente quieran contratar.
Hay tres ces que parece que faltan hoy en día: curiosidad, creatividad y comunicación.
La tecnología es maravillosa -en realidad no, pero es necesaria- para un montón de cosas, pero está acabando con estas tres preciosas ces. Y, como profesores que somos, no solo somos testigos de su muerte, sino que se espera que asistamos a su asesinato. Por culpa de las expectativas estandarizadas, tenemos que incorporar cada vez más tecnología, aunque lo único que queramos sea pegarle un martillazo a todo lo que tenga pantalla.
6. Los privilegios, los trofeos, la apatía... y todo eso.
Probablemente, dentro de las cuatro paredes de clase el aire esté algo cargado de un tufo a "no es culpa mía, es tu culpa", y ese hedor proviene de los alumnos.
Por irónico que parezca, no es su culpa.
Como el olor a tabaco, lo traen de casa, sale de sus mochilas, va adherido al tejido de su ropa y a las fibras de su educación. Durante toda su vida, estas generaciones de "niños únicos y diferentes" han recibido premios y conmemoraciones por participar -y no por ganar- así que queda bastante claro por qué los niños han llegado a esperar un sobresaliente "por haberlo intentado". Pero a veces un insuficiente no es más que un insuficiente, que no significa que Johnny tenga un profesor nefasto. Significa que posiblemente Johnny se lo haya ganado esta vez. Significa que a lo mejor no ha entregado un trabajo perfecto. Significa que a lo mejor no tiene que empezar a hacer un trabajo que le llevará unas tres semanas el día antes de la entrega.
Pero Johnny no sabe que un insuficiente significa todo eso, porque lo que oye en su casa es que sus padres están increíblemente enfadados porque su profesor haya tenido las narices de suspender a su niñito. (Prepárate para la llamada encolerizada a la mañana siguiente).
Evidentemente, igual que hay padres de este tipo, los hay que son devastadoramente ausentes, igual que los hay tan comprensivos que hacen que te preguntes si son reales. Que son generosos, amables y responsables y en las reuniones de padres y profesores les dices que lo están haciendo muy bien porque lo piensas de verdad.
Espero ser como ese último tipo de padres.
Me convertí en madre hace unos años y debo admitir, no sin vergüenza, que ahora lo entiendo. Mis hijos SON especiales. Mis hijos LO INTENTAN. No quiero que tengan que sentirse NUNCA como si no fueran las personas más importantes del mundo. Cuando la profesora de preescolar de mi hija le puso una nota en la que decía que no había estado muy receptiva en clase, me sentí frustrada e impotente y estaba prácticamente segura de que la profesora estaba siendo demasiado exigente. Cuando corrió su primera carrera de Acción de Gracias el pasado mes de noviembre, los organizadores me preguntaron si quería comprarle una medalla. "Sí, claro", contesté. "Pues claro que tendría una medalla". Sin dudar, aflojé el dinero para contribuir.
Como madre que soy, lo entiendo.
Pero, como profesora, lo que me gustaría es decir: dejad de ponerles excusas a los niños. BASTA YA. Hay que enseñarles a ganarse las cosas, no a pedirlas. A tener ambiciones. Hay que plantearles desafíos. De esa manera, cuando yo intente retarlos, sabrán que eso es lo que ambos esperamos.
Sabrán que estamos en el mismo equipo.
Abandonados a sus propios medios, los niños son los primeros que te dirán: Sí, se me había olvidado por completo que habías mandado ese trabajo. No me esforcé al máximo. No me apetecía terminar la lectura. ¡Ups! Lo siento, profe. Y se encogerán de hombros, levantando las cejas y haciendo gala de una adorable conciencia de sí mismos.
Lo saben. En el fondo, a pesar de esos aires de privilegio que les rodean, saben exactamente lo que está pasando. Son mucho más listos y capaces de fracasar -y, por consiguiente, de tener éxito- mucho más de lo que el mundo les deja experimentar.
7. No hay ninguna manera fiable de evaluar quién lo está haciendo bien de verdad.
Cualquier profesor que se precie sabe que probablemente esto sea lo más inquietante.
Para que la gente sepa lo bien que estás haciendo tu trabajo, necesitan verte trabajar. Pero, si solo hay un director por cada treinta y tantos profesores, la supervisión adecuada se convierte en algo físicamente imposible. Incluso aunque el único deber de un director fuera tragarse una clase tras otra, seguirían faltándole horas al día, así que los legisladores y los superiores del distrito luchan por encontrar una forma de tapar agujeros.
Una idea que está cobrando fuerza consiste en analizar las calificaciones de los exámenes de los alumnos. En teoría, esto debería funcionar; pero, en la práctica, no pueden ir en serio. Los alumnos no son productos de una cadena de montaje. Son seres humanos, y en cada clase hay unos 30, y reciben influencias más allá de la lección de vocabulario de ayer. Un profesor no es responsable de cuánto han dormido sus alumnos, de si la semana pasada rompieron con su pareja o de si en casa no desayunan porque su familia no está bien de dinero; pero todas esas cosas influyen en los resultados de los exámenes.
A medida que cada vez más distritos vayan aplicando estas prácticas sin sentido, ¿quién enseñará a los niños que tengan dificultades? ¿Qué educadores van a sacrificar potencialmente sus propias carreras para guiar a los alumnos que se esfuerzan mucho por un aprobado raspado? Algunos de los mejores profesores ya actúan así, y lo único que los retiene es la motivación intrínseca.
Otro método consiste en cargar con el peso de la prueba al profesor. En vez de pasar el domingo por la noche preparando una brillante clase para el próximo día o calificando las decenas de trabajos que recogiste el viernes, tienes que pasar ese tiempo pensando en cómo cumplir con objetivos arbitrarios que se quedarán obsoletos y serán irrelevantes para el próximo curso. Después de eso, debes malgastar emplear más tiempo de clase aplicando dichos objetivos e iniciativas, y después debes emplear más tiempo los domingos por la noche redactando informes para demostrar lo bien que los has implementado. Eso, junto con las puntuaciones que obtengan tus alumnos en los exámenes, determinará si eres un educador eficaz o no.
¿En vez de eso, podemos limitarnos a hablar de De ratones y hombres? ¿Podemos emplear el tiempo en aprender por qué algunas palabras impresas en una página nos hacen llorar? Esas son las cosas importantes. Eso es lo que importa de verdad. Esas son las cosas que nos enseñan quiénes somos.
Estas son las cosas verdaderamente importantes: ayudar a un grupo de alumnos a lidiar de forma cívica con los desacuerdos, conseguir que todo el mundo mantenga la calma cuando alguien vomita dentro del aula o ver cómo el alumno más tímido de la clase -ese que en septiembre nunca abría la boca- se presenta voluntario para leer en voz alta una parte de Las brujas de Salem, pone acentos y hace dos nuevos amigos porque por fin se permite ser vulnerable.
Tu trabajo es mucho más que puntuaciones de exámenes, objetivos irrelevantes e iniciativas cínicas. Es atar cordones y poner tiritas. Es consolar a un padre que te cuenta que su matrimonio se derrumba. Es enseñar a los adolescentes a debatir, a pensar de forma crítica, a mostrar su desacuerdo respetuosamente. Es ver que, cuando se gradúan, los antiguos alumnos te dicen que tus clases de Francés son las que les han hecho querer estudiar en el extranjero, que tus clases de Biología les han hecho matricularse en Bioquímica, que tus ánimos durante sus etapas más oscuras les convencieron para seguir yendo a clase cada día.
¿En qué categoría cabe todo eso? ¿Cómo se puede documentar ese tipo de impacto de efecto retardado? No puede medirse en sobresalientes ni en suficientes, ni con controles semanales. Normal que los profesores se frustren.
Normal que se te quiten las ganas de seguir enseñando.
Esas son las razones que pueden hacer que se te quiten las ganas de enseñar, pero hay una razón por la que merece la pena seguir haciéndolo: los niños. Después de un año sin ellos, quizá eches de menos su desenfrenado espíritu durante la última semana de curso, su contagioso sentido del humor, la forma que tienen de saludarte por los pasillos y de regalarte dibujos. Quizá eches de menos su capacidad para hacerte olvidar lo mal que has empezado la mañana, o las miradas de asombro que se les quedan cuando aprenden algo verdaderamente importante.
Si no fuera por ellos, en vez de buscar en Google "no quiero enseñar más", ya lo habríais dejado.
Este post fue publicado originalmente en Michifornia Girl.
El texto se publicó con anterioridad en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Lara Eleno Romero.