El falso dilema de Rajoy
Para defender su fraude electoral (Rajoy está gobernando con un programa no legitimado por el voto) el presidente lleva empleando, desde que ocupó el poder, la falacia del falso dilema. Lo dijo bien claro, hace pocos días y lo ha reiterado en el debate del estado de la nación: "O cumplía con el programa electoral o cumplía con mi deber".
En los años 50, el General Franco concedió una entrevista a la BBC en la que, entre otras muchas falacias, dijo, al referirse a la sublevación militar del 18 de julio de 1936:
"A España se le presentó el dilema de conservar sus convecionalismos legales y perecer o salvar a la nación, saltando por encima de ellos. Nuestra generación prefirió esto último. Sin que ello fuese en detrimento de la libertad, que sólo bajo el orden, la paz y la seguridad colectiva, puede garantizarse".
Aclaro que Franco tuvo la prudencia de responder a las preguntas del periodista en castellano, pues su inglés, del que da una idea este saludo a la Pérfida Albión era aún más horripilante que el de Mariano Rajoy. ¿Hace falta recordar que al presidente del Gobierno de España (¿o es de la Islas Solomon?) la oración más compleja que se le conoce en la lengua de Shakespeare es:
"Is very difficult todo esto".
En su entrevista a la BBC, el dictador Franco empleó una triquiñuela lógica barata, conocida como la técnica del falso dilema, en la que eran maestros los sofistas griegos. Su inane tenderete (con el que ganaron carretadas de dinero) fue denunciado de forma sistemática e inmisericorde por Aristóteles.
La técnica del falso dilema consiste en presentar dos alternativas lógicas como las únicas posibles, cuando en realidad existen una o más opciones que se ocultan maliciosamente al interlocutor, con objeto de ganar la discusión.
¿Votarás por la independencia de Cataluña o vas a permitir que Madrid nos siga expoliando?
Es una pregunta de falso dilema, que está ahora muy de moda y que ha contribuido en no poca medida a crispar el clima político nacional.
Protágoras de Abdera, el sofista griego que recorría el mundo cobrando minutas dignas de Iñaki Urdangarin, por sus conocimientos acerca del correcto uso de las palabras (y que ahora sería el director de Comunicación de Artur Mas), decía que el primer requisito para lograr sobresalir en el noble arte de la elocuencia era dominar la habilidad de convertir en sólidos y fuertes los argumentos más débiles. Gorgias, también de la misma escuela, afirmaba que con las palabras se puede envenenar y embelesar. Se trata de embaucar o derrotar al otro mediante razonamientos engañosos. El arte de la persuasión no estaba, para estos pseudopensadores, al servicio de la verdad, sino de los intereses del que habla.
Para defender su fraude electoral (Rajoy está gobernando con un programa no legitimado por el voto) el presidente lleva empleando, desde que ocupó el poder, la falacia del falso dilema.
Como Protágoras de Abdera en el siglo V antes de Cristo. Como Franco desde que se sublevó en armas contra la IIª República.
Lo dijo bien claro, hace pocos días, ante un periodista del semanario The Economist y lo ha reiterado en el debate del estado de la nación:
"O cumplía con el programa electoral o cumplía con mi deber".
El subtexto del falso dilema de Rajoy es el siguiente:
Rajoy se cree el capitán del Titanic. La soberanía nacional no reside, para él, en el pueblo español, sino en su persona, de la que emana una autoridad omnímoda e incuestionable, al menos durante los cuatro años que dura la legislatura.
Dicho de otra forma:
Para Rajoy ejercer la soberanía nacional es que los españoles elijan cada cuatro años a un dictador: un gobernante con bula para tomar las decisiones que le dé la gana, sin tener que dar explicaciones, ni a la oposición, ni a los medios de comunicación. La única diferencia con un déspota griego es que Rajoy espera que los españoles le renueven la confianza dentro de tres años.
Imaginemos a Rajoy con guerrera de capitán (botones dorados de anclas cruzadas) y pantalón azul marino. Pensemos en él como el capitán del barco Spanien (el nombre se lo ha puesto su armadora, Angela Merkel). Los primeros días de travesía transcurren plácidamemte cuando de pronto, llega un radiocable avisándole de que puede haber icebergs en el camino y que debe extremar las precauciones. Como Rajoy conoce la historia del Titanic, sabe que si sigue a toda máquina por aguas del Atlántico Norte, acabará chocando con un témpano. Pero el capitán Rajoy necesita ir deprisa, porque su armador, Merkel, le ha prometido una formidable recompensa si cubre el trayecto en un tiempo récord.
Entonces, el gallego de eses sibilantes tiene una intuición genial. Son decisiones que nadie te puede enseñar a tomar en la Escuela Naval, porque nacen de un talento innato y de un profundo conocimiento de las cartas de navegación y las corrientes marítimas. El Capitán Rajoy decide, sin dar explicaciones a nadie, cambiar de ruta y alcanzar la costa americana a través de las aguas más cálidas del Mar de los Sargazos, donde sabe que no encontrará hielo. Eso le permitirá conservar su velocidad de vértigo y obtener la recompensa de Frau Merkel. Con el resultado de que salva al barco de la colisión, pero acaba atrapado en un marasmo de algas infranqueables y pestilentes (los sargazos se mantienen a flote por medio de vejigas llenas de gas) que bloquean como una maraña infernal las hélices del Spanien y condenan al barco a la inmovilidad más absoluta.
Trasladado a la situación política, vemos que el problema de Rajoy, como en su día el del Capitán del Titanic, es la velocidad excesiva, que obedece no a los intereses generales sino a la codicia partidista. Rajoy tiene prisa por implementar sus nuevas medidas, por eso gobierna a golpe de decreto ley. En vez de perder tiempo pactando con la oposición, con los sindicatos, o con los colectivos de médicos, juristas y enseñantes que son la savia de la sociedad española, utiliza el método de Alejandro Magno para desatar el nudo gordiano, que es emplear la fuerza de la espada. En lugar de consultar mediante referéndum con los españoles las grandes decisiones políticas y económicas que contravienen el pacto electoral, Rajoy decide que su legitimidad de origen (no empleó la coacción para obtener el poder) le otorga también la de ejercicio, esto es: se siente legitimado para adoptar cualquier medida que se le ocurra, sin consultar con la ciudadanía, tal como aconseja la propia Constitución Española en su Artículo 92:
Rajoy tiene prisa, como el Capitán del Titanic, y no está dispuesto a perder ni un día para preguntar a los españoles si están de acuerdo con el cambio de rumbo.
Si Rajoy no ha podido mantener la hoja de ruta que le llevó a la mayoría absoluta, sólo puede deberse a dos razones.
1) Hizo un mal diagnóstico electoral y creyó de buena fe que podía sacar a España de la crisis con las medidas que prometió.
En cuyo caso cabe preguntarse:
¿Si diagnosticó mal antes de obtener el poder (dispuso de ocho años de oposición para evaluar la situación), por qué los españoles han de creer que está ahora en lo cierto, y que un diagnóstico apresurado y oportunista, llevado a cabo en las primeras semanas de poder, es el adecuado?
¿Si se equivocó antes por qué hemos de creerle ahora?
2) Prometió a sabiendas medidas que sabía que eran de imposible cumplimiento, para engatusar a un electorado incauto y poco responsable con el voto.
Es decir, hizo prevaricación electoral.
Cada vez que Rajoy justifica el fraude electoral con el argumento de que está cumpliendo con su deber, me acuerdo del General Franco y también del hecho que el diccionario de la RAE contiene al menos dos acepciones, casi antéticas, para la palabra deber:
Para Rajoy, el deber no es la obligación que contrajo con sus propios votantes, sino la ley de divina, ya lo dijo él mismo en precampaña electoral:
"Haré una política económica como DIOS manda".