La depresión no es el final
"Tengo mucho odio". Lo dijo con una ligera sonrisa. Su primera (media) sonrisa. A partir de ese día, la recuperación de Gema fue progresiva, recuperada la esperanza en la vida y abierta a comprender su parte en el problema, en su problema.
Son las diez. Nuestro auxiliar espera nuestra indicación para hacer pasar a nuestro primer paciente del día. Nos acomodamos, repasamos ligeramente su historia clínica para recordar qué acordamos que debía hacer y observar por su cuenta desde la última sesión. Hoy viene Gema (nombre figurado), aquejada de depresión, uno de los denominados trastornos del estado de ánimo, el trastorno psicológico más frecuente en el mundo.
Nos saluda, parece algo más animada, a pesar de sus ojeras. Su vida ha estado marcada por su forma de abordar la ausencia de su padre a una temprana edad, además de su personalidad. Con problemas de relación en el trabajo, que derivaron en una baja laboral de seis meses primero, y otra de dos años después. Su último intento de incorporarse a su puesto de trabajo, en el campo de la educación, apenas había durado dos meses. Medicada con antidepresivos y ansiolíticos de diferentes tipos durante los últimos tres años, llegó a la consulta aburrida, deprimida y aburrida. Sin esperanza. Sobre Gema se cernía lo que ella veía como fatal destino, la incapacitación laboral y el malestar de por vida. Asumido su destino, acudió a nuestra consulta como quien tiene que pasar un trámite más.
Nuestro trabajo, fruto de años de investigación, se basa en la comprensión del problema, de los errores cognitivos, y en el abordaje efectivo de las emociones..., en definitiva en el entendimiento y aprendizaje por parte del paciente. Pero a Gema le costaba entender. ¿Qué tenía ella que entender? Ella sólo sabía que se había quedado sin fuerzas, ni anímicas ni psicológicas, que todo parecía ir mal, que sus seres queridos no le entendían y se estaban cansando de ella. Y esto empeoraba su situación. Ella misma no se entendía. Su comportamiento no se correspondía con lo que ella había sido, alegre, aficionada al deporte, amante de su familia, amiga de sus amigos, incluso algo bromista. Todo eso se había convertido en un lejano sueño para ella, como si su pasado le hubiera ocurrido a otra persona.
Pero ese día tenía un ligero brillo en sus ojos, un novedoso brillo en ella que nosotros ya conocíamos. Nos miramos y supimos sin hablar que estábamos pensando lo mismo: "Ya está, ha empezado a entender".
Además de numerosos errores de interpretación de los acontecimientos de la vida, y de la vida misma, muchos de esos errores comunes a la inmensa mayoría, una de las emociones características de la depresión, por sorprendente que pueda parecer, es el odio. Sí, el odio. Un odio reprimido que deriva en impotencia.
El último día, durante la terapia, Gema había avanzado en aprender cómo sentir sus emociones, sin reprimirlas ni dejarse arrastrar por ellas.
Se sentó y nos espetó con inusitada energía: "Tengo mucho odio". Lo dijo con una ligera sonrisa. Su primera (media) sonrisa. Y no es que le hiciera gracia tener odio, pero constatar este hecho le había devuelto un hálito de esperanza, un hilo al que agarrarse y que empezaba a combatir sus ideaciones de suicidio. Pues si en eso teníamos razón, como nos explicó después, quizá en lo demás también, incluido que su problema tenía solución.
A partir de ese día, la recuperación de Gema fue progresiva, recuperada la esperanza en la vida y abierta a comprender su parte en el problema, en su problema. Su cara cambiaba a ojos vista. Cada día nos iba narrando sus constataciones sobre sí misma, lo que habíamos ido desgranando en la consulta que luego ella se esforzaba en comprobar en su día a día, en sus emociones, en sus pensamientos y sus recuerdos. Como sus miedos a decir lo que pensaba sin ser brusca o agresiva, o su búsqueda de refugio en otras personas que acababan aprovechándose de ella, o su menosprecio a los que veía inferiores a ella, o su enorme desconfianza en los demás. También nos narraba lo que iba sintiendo, el nudo constante en el estómago que parecía que no se iba a ir pero que finalmente cedió, el peso en los hombros, la opresión en el pecho que le daba sensación de ahogo, y otros síntomas indefinibles que fue afrontando con renovado ánimo.
Su mejoría a ojos vista permitió ir rebajando su medicación, que finalmente pudo suprimir completamente, algo que había llegado a ser impensable para ella.
Y llegó su reincorporación al trabajo y continuamos desgranando su comportamiento, sus respuestas al entorno laboral, la relación con sus compañeros, con los usuarios y sus jefes. Afrontó algunos retos y pequeñas recaídas, pero Gema era ahora una exploradora de su propia vida, de la vida, dispuesta a aprender y entender, y con herramientas para hacerlo.
El otro día nos encontramos con ella en la calle. Iba con la familia, con sus hijas y su marido, paseando por el parque, pulmón de nuestra actual ciudad adoptiva. Continuaba en su puesto de trabajo, con energía e ilusión. Se quejaba como cualquier otro de la situación de la economía y el empleo, de los recortes a los servicios públicos. Como cualquier otro.