De cómo escribo por y para el lector
Muchas veces he imaginado a un tipo que no escribe nada que no guste a la gente: un tal yo. Y es fantástico, porque si al cabo de una hora su artículo no ha recibido más de 10 visitas, lo borra inmediatamente como si nunca hubiera existido, y a los dos días lo vuelve a publicar para volver a probar suerte.
Muchas veces he imaginado a un tipo que no escribe nada que no guste a la gente: un tal yo. Y es fantástico, porque si al cabo de una hora su artículo no ha recibido más de 10 visitas, lo borra inmediatamente como si nunca hubiera existido, y a los dos días lo vuelve a publicar para volver a probar suerte.
Yo nunca pensé que tendría que escribir para gustar a los demás. Siempre entendí esto de escribir como una opción personal que cada uno elige y confecciona según sus gustos, pero erraba en mi idealismo. Cuando uno empieza a escribir, se da cuenta de que la opinión del escritor sobre su texto importa tanto como la del amigo que no entiende nada (ay, crítica, qué cara te vendes), y que lo que determina el valor del escrito son las opiniones de quienes lo leen, sin contar aquí al propio escritor, que suele estar ciego.
A mí suelen decirme que escriba para los demás: que si no, no comes, macho. Yo sé que tengo que escribir para quien me lee y no para mí, pues en mi escritura yo nada importo. Yo llego a la puerta de mi casa y, si la inspiración me la abre con mimo, me pongo a la tarea. Mientras voy por el pasillo, yo ya no veo las fotos de mi infancia y los cuadros de mi abuelo: yo empiezo a ver las fotos de mis lectores, ordenadas automáticamente por tamaño proporcional a los clics que me suelen dar en los artículos. Antes de escribir, uno tiene que culturizarse un poco, así que hago maratón de dos horas por los perfiles de Facebook de mis lectores, que los trato como si fuesen valiosísimas fuentes de información. De sus publicaciones intento sacar tendencias sobre sus gustos de esa semana para poder escribir sobre ellos.
Otras veces, en plena cena, me visto de camarero y voy a la mesa donde están sentados mis amigos, que son los que suelen leer mis textos una vez los coacciono: allí, con la prudencia adecuada para que todos recuerden lo que tengo, vomito el menú del día cual papagayo: señores, atentos, el artículo sale mañana, así que pueden elegir entre la corrupción política, la reforma laboral o el pedal de esta noche, a lo que unánimemente responden: "Lo que suba más".
Cuando ya tengo claro sobre qué quieren mis lectores que escriba, me decido a cumplir con sus apetencias. Yo soy un humilde servidor del lector, nada que ver conmigo mismo, y no puedo más que someterme a sus gustos para sentirme querido en este tétrico espacio en blanco al que me enfrento a diario. Pero me ocurre que, una vez escucho el sonido de las teclitas, no me sale nada que a mi lector le pueda interesar. Yo empiezo a elucubrar cosas, en su gran mayoría sinsentidos, y me surgen cientos de pequeñas idioteces que intento vincular con metáforas forzadísimas para elaborar una gran idiotez: mis artículos, como mi cabeza, acaban cuadrando siempre a las malas. Y acabo decepcionado conmigo mismo, llorando en el borde de la cama y a punto de abalanzarme por el medio metro que hay hasta el suelo para terminar con mi vida, por sentir que le he fallado a mi pobre lector.
Pero en el fondo no importa que en un principio a mi lector no le plazca el tema sobre el que escribo. A mí a veces me preguntan que por qué escribo artículos sobre mí mismo, si mi lector no gusta de cosas sin gracia como yo. A ello contesto que, si bien es cierto, de no hacerlo, todo lector mío quedaría descontento, pues con absoluta rigurosidad en la sorna, yo siempre le intento hacer ver a mi lector la gracia de lo que no la tiene. Y así hasta que le gusta.