El hombre que siempre estaba ahí
El productor zaragozano Eduardo Ducay es una figura esencial de la historia del cine español. Él estuvo detrás de Tristana, El bosque animado o la serie La Regenta. Sin embargo, no tiene entrada en la Wikipedia. Eso, desde luego, solo habla mal de la Wikipedia y de nosotros.
La primera vez que escuché el nombre de Eduardo Ducay fue en la voz de Manolo Rotellar, una de las personalidades de oro de la cultura aragonesa. Manolo, ensayista y erudito cinematográfico, me abrió la cabeza a muchas cosas, cuando yo acababa de llegar a Zaragoza, a principio de los 80. Manolo se refirió a Eduardo al evocar el Cine-Club de Zaragoza, una flor inaudita en la España de la posguerra. En 1945, cuando se fundó el cineclub, Eduardo tenía 19 años y para él, como para tantos, el cine era un analgésico y un refugio cultural y sentimental en esos días particularmente espantosos. Los acomodadores de las salas de Zaragoza estaban acostumbrados a verle devorar películas en compañía de su inseparable amigo José Francisco Aranda. Zaragoza era entonces un modelo de ciudad provinciana, en el peor sentido de la palabra. Y había hambre, ignorancia y miedo. Pero también brillaban jóvenes capaces de estar muy por encima de su tiempo: Ducay, Rotellar, Aranda, Orencio Ortega Frisón (Merlín), Antonio Serrano Montalvo o Guillermo Fatás Ojuel, padre, como se puede sospechar, de la formidable prole formada por Guillermo, José Antonio, Pedro José, Luis, Jaime y Curro. Esa gente fue la que impulsó o animó el Cine-Club de Zaragoza, una referencia para otros lugares de España. En domingos alternos, el cineclub programaba en el Elíseos unas películas que de ningún modo se podían ver en las salas habituales: cine de autor, cine mudo, documentales, cine de vanguardia, cine amateur o cine soviético. Ver películas de Eisenstein, en aquellas mañanas de domingo que apestaban a franquismo, debía de ser una experiencia intelectual e ideológica de lo más excitante.
El Cine-Club de Zaragoza fue la primera de las muchas aventuras arropadas por el talento y el entusiasmo de Eduardo Ducay, un emprendedor de primera división. No es fácil definirle ni resumirle. Ha sido activista, escritor, crítico, estudioso, traductor, guionista, realizador, productor y colaborador o amigo de algunos de los mejores: Buñuel, Bardem, Muñoz Suay, Berlanga, Saura, Borau, Azcona, Alfredo Castellón, Forqué, Cuerda, Regueiro. Si se repasan los acontecimientos, avatares y periodos más relevantes de la historia del cine español desde los años 40 hasta los 90, es muy llamativo reparar en que, en casi todos ellos, Eduardo resultó, de un modo u otro, decisivo. Eduardo siempre ha estado ahí. En los primeros 50 estudió en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas (IIEC), una escuela mítica donde confraternizó con Bardem y Berlanga. Al lado de, entre otros, Bardem y Muñoz Suay, Eduardo convirtió a Objetivo en la revista de cine más combativa y estimulante de esos años y contribuyó a un hito de nuestro cine, las Conversaciones de Salamanca, en las que los profesionales se autorretrataron para concluir que el cine español era bastante horrible y que había que hacer algo para que no muriera de un ataque de falsedad. Ducay era uno de los que creía que el cine y la cultura podían mejorar el mundo y él estaba decidido a hacer lo imposible para demostrarlo. Desde 1959, con la productora Época, aspiró a ofrecer un tipo de cine emparentado con el neorrealismo italiano que tanto le había marcado. Pero su primera experiencia, Los chicos de Marco Ferreri, le recordó el país en el que vivía: la película fue hundida por esa clase de gentuza que luego trataría de destruir Viridiana. Entonces, Eduardo comprendió que si quería sobrevivir en esta profesión, tenía que encajar los golpes de la realidad y, por el momento, ceder en su empeño de hacer un cine diferente. Esa convicción -salvo en excepciones como Tiempo de amor de Julio Diamante o Trampa para Catalina de Pedro Lazaga- le empujó a la publicidad, al cine industrial o a la moda de los musicales con Rocío Dúrcal, Los Bravos o Raphael. También Eduardo fue un espejo de una industria agobiada por las servidumbres y muy poco apropiada para que los profesionales hagan el cine que realmente quieren.
Sin embargo, Eduardo -por instinto, olfato, actitud, sensibilidad y, cómo no, por aragonés- tenía todos los números para que le tocara el gordo de la lotería y así fue: él produjo Tristana. Solo por esa maravilla Eduardo Ducay tendría reservado un lugar de honor en el cine español. La historia de la gestación de Tristana es muy prolija y refleja muy bien algunos de los aires y paradojas de la España de los 60. Por un lado, al franquismo le venía muy bien maquillar su imagen procurando la vuelta a España del rojazo y muy ilustre Luis Buñuel; por otro, a muchos les temblaban las piernas al recordar la que había montado Buñuel con Viridiana. Manuel Fraga -ministro de Información y Turismo- se entrevistó con Buñuel en 1969 y le dijo: "España no está preparada para sus películas", una frase alrededor de la que se podría escribir una tesis doctoral. Buñuel le garantizó que se iba a mantener fiel al guión que presentara, insinuando que no caería en las travesuras de Viridiana, con la que, a partir de un guión aparentemente inofensivo, provocó un terremoto inolvidable. Entonces, Fraga dio su bendición, Buñuel cumplió su palabra y Tristana dio la vuelta al mundo. Esta película, por cierto, es una síntesis muy lograda de la aportación de Aragón al cine mundial: el director, Buñuel, de Teruel; el guionista, Julio Alejandro, de Huesca; y el productor, Ducay, de Zaragoza.
En la segunda mitad de los 80, Ducay volvió a estar ahí, en la creación de la Academia del Cine Español y en el desarrollo del cine de altos vuelos potenciado por la política de Pilar Miró. Eduardo resucitó la carrera del gran Paco Regueiro -Padrenuestro (1985)- y tuvo la afortunada idea de encargar el guión de El bosque animado (1987) a Rafael Azcona y la dirección a José Luis Cuerda. Y, luego, en 1994, produjo La Regenta, la excelente serie de Fernando Méndez-Leite desde la que ya no podamos pensar en Ana Ozores sin que se nos aparezca la delicada imagen de Aitana Sánchez-Gijón. Hace poco les conté a Eduardo y a su compañera la ensayista Alicia Salvador, mi momento Ducay: en 1991, sin que él lo supiera, Eduardo hizo que yo pasara algunos ratos muy divertidos. Eduardo encargó al guionista Perico Beltrán una nueva versión de El extraño viaje, una de las películas de mi vida. Para cumplir con ese trabajo Perico se encerró en el Hotel Conquistador de Zaragoza y me propuso que yo le sirviera de pared y escribiera en el ordenador lo que cruzaba por su mente delirante y genial. La película no se rodó pero lo que me reí con Perico no me lo quita nadie.
En los últimos años, Eduardo ha sido agasajado en su tierra. En 2006 el Ayuntamiento de Zaragoza le distinguió como hijo predilecto de la ciudad; en 2007 el Gobierno de Aragón le concedió la Medalla al Mérito Cultural y en diciembre de 2013 mereció en ProyectAragón un homenaje preparado con mucho mimo por Vicky Calavia, quien, estos días, comienza a rodar un documental sobre su figura. Y le acaban de conceder el Simón de Honor en los Premios de la Academia del Cine Aragonés que preside José Angel Delgado. Eduardo Ducay no tiene entrada en la Wikipedia. Pero eso, desde luego, solo habla mal de la Wikipedia y de todos nosotros.
Este artículo se publicó originalmente en el diario 'Heraldo de Aragón'.