Dos tardes con Savater
Savater siempre me parece honesto cuando habla o escribe y nunca da la impresión de ser rehén de lo que se espera de él, de lo que sus seguidores desearían oír o de lo que él mismo ha sostenido en el pasado. Esa actitud, tan saludable, le ha convertido a veces en alguien sospechoso, incorrecto, incómodo.
En muy poco tiempo he pasado dos tardes con Fernando Savater. En La Térmica de Málaga compartí con él una tertulia sobre nuestra época infame y, en Zaragoza, otra sobre educación organizada por IberCaja. Eso me ha permitido comer, hablar y reír con uno de los seres de referencia de mi vida. Le conocí en los primeros 90, entre Madrid y San Sebastián, alrededor de Javier Gurruchaga y Vicente Molina Foix, charlando de cine, tebeos y La isla del tesoro. Al recibirle en la estación de Málaga lo primero que hizo fue tenderme su último libro, El traspié. Una tarde con Schopenhauer. Cuando lo fui a buscar a la estación de Delicias de Zaragoza me metió en el bolsillo Democracia, de Paolo Flores d'Arcais. Fernando es uno de esos que te regala un libro casi siempre que te ve. Félix Romeo también pertenecía a ese maravilloso club. En Málaga, con Salomón Castiel, y en Zaragoza, con Genoveva Crespo, César Pérez Gracia y Teresa Fernández -directora de la Obra Social de IberCaja-, he procurado estirar las horas con Savater.
Algunas de las lecturas más impactantes de mi primera juventud fueron libros de Savater: Nihilismo y acción, La tarea del héroe o La infancia recuperada. Seguía con devoción sus artículos en El País y en la revista de cine Casablanca cofundada por Fernando Trueba. Me recuerdo con Trueba y Gabino Diego hablando de Savater cenas enteras. Savater escribió Nihilismo y acción en 15 días a la increíble edad de 22 años. Fernando me abrió los ojos a muchas cosas y personas y me hizo disfrutarlas o entenderlas de una manera más enriquecedora: las películas, los libros, Cioran, Borges, Voltaire, Bertrand Russell, Nietzsche, la religión, la política, la moral, la violencia, el anarquismo o las patrias. Desde esos años Savater representó para mí un techo muy refinado de lo que significaba ser un intelectual. Fernando no solo arrojaba luz sino que exhibía un compromiso inagotable con su tiempo, desde un coraje y una libertad de pensamiento realmente extraordinarios. Savater siempre me parece honesto cuando habla o escribe y nunca da la impresión de ser rehén de lo que se espera de él, de lo que sus seguidores desearían oír o de lo que él mismo ha sostenido en el pasado. Esa actitud, tan saludable, le ha convertido a veces en alguien sospechoso, incorrecto, incómodo. Pero a mí Savater me resulta estimulante incluso, o sobre todo, cuando no participo demasiado de sus puntos de vista. Uno de los integrismos más antipáticos es el de quien se muestra incapaz de relajar sus convicciones. Y yo siempre estoy dispuesto a que mis convicciones se agrieten, sobre todo cuando sobre ellas dispara un tipo como Savater. Por descontado, tampoco soy un integrista de Savater pero le respeto tanto que cuando difiero de él no puedo evitar pensar que el equivocado, o el idiota, tal vez sea yo.
Savater no para de hablar, de lanzar ideas, observaciones, recuerdos, ironías, ocurrencias, anécdotas. Un día, cuando estaba con su maestro Cioran, el colmo del pesimismo, Fernando aspiraba a demostrarle que él también era bastante pesimista. Pero Cioran no hacía más que desacreditarle como cenizo y, al dedicarle un libro suyo, le escribió: "A Fernando Savater, agradeciéndole sus esfuerzos por ser pesimista". Fernando es divertido y cariñoso, algo que se agradece mucho en un sabio. A sus 65 años continúa militando en la alegría, una de las pocas cosas de la que se considera fundamentalista. Él se define como un pesimista activo y quizá por eso se empeña en crear alegría, porque sabe que, si bajamos los brazos, nos va a devorar la tristeza. La siesta es otra de esas grandes cosas por las que es capaz de perder el sentido. Le pasa un poco como a mí, que si un día no me puedo echar la siesta se me estropea la cabeza y ando por la tarde como un zombie.
Un espanto que ha marcado la vida de Savater es el terrorismo etarra. El otro día Fernando recordó el punto de inflexión en la manera de mirarle aquella banda asesina y mafiosa. El mundo abertzale lo creía uno de los suyos y en 1981 le invitaron a participar en un acto contra la tortura. En su intervención Savater condenó la tortura hacia los presos etarras pero, también, abominó de la tortura a la que estaba sometido el ingeniero José María Ryan, que en esos días permanecía secuestrado por ETA y que luego fue ejecutado. Desde entonces, el clima en su adorada Donosti se hizo totalmente irrespirable para Fernando. Se trasladó a Madrid y hubo de convivir con la amenaza de que cualquier día podía ser asesinado. Sin embargo, Savater no solo no se arrugó sino que intensificó su agresividad intelectual contra el terrorismo y el lado más siniestro, absurdo y endiablado de los nacionalismos. Savater no movía una ceja sin los escoltas alrededor. Ese disparate dio un vuelco a sus costumbres cotidianas. Entre otras cosas, dejó de ir a las salas de cine. Desde aquella época, solo ve cine en DVD.
Su último libro, El traspié. Una tarde con Schopenhauer es una deliciosa pieza teatral en la que Savater fabula sobre la relación de Schopenhauer con Elisabeth Ney, la escultora para la que posó durante meses. En un momento dado, Savater pone en boca de Schopenhauer una de esas frases que no tienes más remedio que subrayar: "A los hombres solo nos gusta retener a las mujeres capaces de dejarnos".
Savater es el filósofo español más popular y leído de las últimas cuatro décadas. Mi madre Felicitas de 87 años se ha zampado estos días Ética para Amador y Política para Amador, dos de sus best sellers. Savater ha consagrado buena parte de su vida y obra a exaltar la alegría, la felicidad, la educación, la cultura, la ética, la tolerancia y la dignidad moral e intelectual. Es curioso: a la vista de la basura que nos rodea, parece que hemos leído a Savater solo para saber cómo llevarle, exactamente, la contraria.
Este artículo se publicó originalmente en el diario 'El Heraldo de Aragón'.