Los campeones de Milán
Ahora que los rescoldos de la Champions League han comenzado a enfriarse y que todo el fervor de aquel agónico duelo regresa paulatinamente a su estado habitual, qué mejor manera de homenajear a la ciudad lombarda que recordando uno de los títulos más emblemáticos de Vittorio de Sica, Milagro en Milán (1951).
Ahora que los rescoldos de la Champions League han comenzado a enfriarse y que todo el fervor de aquel agónico duelo regresa paulatinamente a su estado habitual, qué mejor manera de homenajear a la ciudad lombarda que recordando uno de los títulos más emblemáticos de Vittorio de Sica, Milagro en Milán (1951).
Lejos de las alegorías sobre vencedores y vencidos; pugnas futbolísticas o encuentros deportivos, este título nos remite a una de las obras maestras del neorrealismo italiano, ganadora de la Palma de Oro del Festival de Cannes. Y todo ello una cinta que, lejos de erigirse en buque insignia del cine sofisticado, o de hacer alarde de intrincados recodos narrativos, ofrece un retrato inexplicablemente sencillo de una realidad que, a día de hoy, todavía se antoja incomprensible: la pobreza.
Para ello, Vittorio de Sica se vale de un punto de vista trascendental al tiempo que lúdico, aunque no por ello desprovisto de intencionalidad crítica. Al contrario, las imágenes y situaciones que el cineasta muestra resultan de un verismo doloroso, repletas de miseria, de frío y de desesperación rayana en lo inconsolable. En este paisaje yermo, el de un Milán fabril donde hordas de indigentes luchan por un poco de sol con que secar sus osamentas, aparece un personaje redentor, un personaje que, sin ser el protagonista, no necesita más que los primeros minutos de metraje para cambiar toda una vida.
Como en un homenaje a Alice Guy, la primera cineasta que realizó un filme narrativo en la historia del cine, De Sicca comienza la película en un campo de repollos, en un guiño intertextual (consciente o inconsciente) a La fée aux choux(1896). Esta nueva hada aparece para encontrar en medio de su plantación a un recién nacido abandonado. En lugar de sorprenderse, la anciana interpreta ese hallazgo como algo providencial, criando al pequeño en la más absoluta alegría y sosiego. Si hay pobreza, ella canta; si Totò derrama leche, ella simula ser un gigante a orillas de un riachuelo; si está en su lecho de muerte, ella pregunta la tabla de multiplicar a su niño para que sea un hombre de provecho.
Y así, en la tranquilidad de un "tres por tres son quince", el pequeño Totò llega a un orfanato, donde pasará su adolescencia hasta la mayoría de edad. Lejos de doblegarse al infortunio de una Italia depauperada y triste, repleta de anhelos en plena postguerra, el joven sale del asilo con el espíritu que aquella hada vital había insuflado en su carácter. Ni los robos ni el frío o el paro quiebran su temple, decidiendo dar una nueva oportunidad a los más desfavorecidos creando un poblado a las afueras de la ciudad. Allí, junto con otros olvidados, Totò fundará un mundo de fantasía que sólo se teñirá cuando de sus entrañas emerja petróleo, propiciando que los potentados de Milán decidan arrasar su hogar.
Segunda película del tríptico neorrealista de Vittorio de Sica, junto con las dos obras maestras Ladrón de bicicletas (1948) y Umberto D (1953), sin ser Milagro en Milán una cinta excepcional, sí inaugura un género cinematográfico nuevo que, a mi juicio, debería llamarse neorrealismo mágico. Tal como lo hicieran Gabriel Garcia Márquez en Colombia, Juan Rulfo en México o Isabel Allende en Chile, Cesare Zavattini describió con crudeza la Italia postbélica en Totò il buono, novela que dio pie a un guión redondo, en el que la belleza de los personajes contrasta con el desgarro de las situaciones y los estragos de la pobreza.
Vittorio de Sica, acostumbrado a acelerar el pulso emocional de la audiencia, propone un viaje hasta la más cruel injusticia social, incidiendo en aspectos que más tarde serán reconocibles en un sinfín de producciones: desde la icónica frase "la vida es bella", emblema de Totò y de Roberto Benigni, hasta unos paisajes después replicados por Federico Fellini en La Strada, pasando por el propio nombre del protagonista, más tarde adoptado por Giuseppe Tornatore en Cinema Paradiso o incluso, y esto apenas de soslayo, una persecución fantasmagórica que recuperará Jerry Zucker en 1991 para Ghost.
La fertilidad creativa de De Sica es tan amplia que, en lugar de acomodar al espectador a un tipo de producción desgarradora, se decide por virajes de naturaleza insospechada, creando personajes al estilo redentor de Frank Capra o incluyendo escenas que tanto recuerdan al expresionismo alemán (especialmente Metrópolis de Fritz Lang). Por otro lado, algunas de sus angulaciones extremas son deudoras de Leni Riefensthal y Orson Welles, todo un hallazgo en una película de estas características. Incluso algunos de los entornos propuestos serán vistos más tarde en cintas de Jean-Luc Godard (Lemmy contra Alphaville) y, en general, en toda la nouvelle vague.
Ahora que estamos inmersos en un contexto histórico eminentemente triste, en el que tantos centenares de miles de congéneres están sufriendo los rigores de la pobreza, de la guerra y del abandono, no está de más acercarnos a un Milán en el que un justiciero social, más humilde que engolado, hace que, pese a todo, la vida siga siendo bella.