‘Arabella’, hombres adultos jugando a las muñecas
Es más un simulacro de ópera o una reproducción que otra cosa.
Sí, el Teatro Real ha vuelto a hacerlo. ¿Qué el qué? Pues ofrecer un producto operístico que en lo técnico poco se le puede objetar. Sin embargo, en lo artístico, mucho se puede decir.
El producto es Arabella, una ópera creada por dos popes de la cultura europea del siglo XX. El compositor Richard Strauss y el escritor Hugo von Hofmannsthal. Ambos formaron un tándem que llego a producir varias óperas, entre las que se encuentra la famosísima y apreciadísima Der Rosenkavalier.
Así que Arabella, que se representa por primera vez en este teatro, se esperaba con expectación. Además, iba a ser la segunda vez que David Afkham, el reconocido director de la Orquesta Nacional de España (OCNE), iba a dirigir una ópera en este teatro. Y, para ponerla sobre el escenario, se iba a traer a un director de escena de sobra conocido, incluso en el Teatro Real, y expertísimo en esto de montar óperas, Christof Loy.
A eso se añaden voces cantantes adecuados para los papeles, entre los que se encuentra Anne Sofie von Otter popular y querida por el público. Sobre todo, desde el disco que hizo en colaboración con Elvis Costello, el otrora también famosísimo compositor de pop reconvertido en crooner.
Sin embargo, el resultado no se ajusta a las expectativas. El motivo es que nada sobresale en este montaje, lastrado por la corrección operística más que por el riesgo artístico. Es más un simulacro de ópera o una reproducción que otra cosa.
Pues de hacer caso, este vodevil, pues hay enredo, parece, antes que nada, un juego de niños más que una historia para adultos. La historia es bien simple. La de una familia de aristócratas venidos a menos por el vicio del juego del padre necesitada de efectivo para pagar las deudas.
Un cash que piensan conseguir de dos maneras. Casando a la hija con un hombre con posibles o heredando de la tía solterona rica, que la muy hija de su madre no se muere ni a tiros. Por cierto, esta última alternativa que se pone al principio de la obra, luego si te he visto no me acuerdo. Ni un solo comment o gorgorito referido a la pobre tía enferma.
Pero no se preocupen, el amor siempre aparece y triunfa. Y aparece en forma de un hombre de provincias. Un rico señor feudal, que poco entiende de las costumbres capitalinas, del que dependen cuatro mil almas, o así lo canta. Que merodea por la casa de los aristócratas buscando a la chica de un retrato que le mandaron a su tío para pedirla en matrimonio. Y la chica que lo ha visto merodear, le ha intrigado y atraído, y al mirarle a los ojos sabía que ese era su hombre. Y no los mequetrefes con los que coqueteaba y que se repartían las tardes y las actividades con ella.
Total, que él pide su mano, al padre, claro. Que ella acepta, pero le pide que antes de ser su prometida oficial, le deje disfrutar de las últimas horas de su vida de casto coqueteo con este y con el otro en un lujoso baile vienés, que incluye ¡cómo no! un vals, que, sin embargo, no suena a vals tal y como es tocado.
Por supuesto, hay un tercero en discordia. Matteo, Un militar de rango que está obsesionado con Arabella, a la que hoy en día diríamos que acosa impunemente (actitud que tampoco merece una mirada contemporánea en lo que se ve en escena).
Un militar que se hace íntimo del hermano de Arabella, que resulta no ser hermano sino hermana. Que, a su vez, mantiene engañado al militar diciéndole que Arabella lo quiere para estar cerca de él y, en la oscuridad de la noche y de un cuarto de hotel, donde el militar ha ido engañado, sustituir a su hermana y beneficiárselo.
Sí, un despropósito. Una sin razón. Con mucho machismo de por medio en el que las mujeres son objeto no solo de deseo sino de intercambio económico. Algo que se compra y se vende y a lo que ceden con beneplácito. Al que se puede responder que las cosas eran así en el siglo XIX. Tiempo en el que sucede la ópera, aunque la dirección de escena la ha montado en lo que parecen los locos años veinte y los autores la regaron de Möet Chandon.
Súmenle una dirección musical que hace pensar que se está ante una película comercial de Hollywood, escuchando su banda sonora. Y una dirección de escena morosa, más interesada en mantener la poética de su director, que de dotar de significación y relevancia a esta ópera en el momento actual.
Decisiones artísticas que hacen pensar que, quizás, tal vez, ni Richard Strauss ni Hugo von Hofmannsthal, deberían ostentar esa posición de referentes culturales europeos. Al menos por lo que esta vez se oye y se ve en escena. Y que, sin poner en duda que algo tenían que decir sobre lo que pasaba en su época, han perdido su estatus de clásicos. De artistas que tienen algo que decir sobre cualquier época, resignificarla. Como hacen los griegos o los autores del Siglo de Oro español.
En gran parte, esto se debe a que se trata de una producción rutinaria. Sin un ápice de riesgo artístico de ningún tipo. Una producción que parece llevada por el espíritu de hacer algo mono y que dé el pego. Algo para pasar la tarde de domingo.
Cosa que no se produce. Solo hay que mirar la falta de tensión en el público. La falta de comentarios en los corrillos en los intermedios. Las caras de sueño del personal y las cabezadas durante la representación.
Un público que a cualquier obra le dedica cinco minutos de aplausos o más. Y esta vez, al menos el día de esta crónica, le dedico a penas tres o tres y algo. Un público que salió escopetado, aunque se trataba de un sábado. Quizás porque también ellos se habían entregado a la rutina de salir un sábado. Teatro y cena, y, quien sabe, si algo más, algo que les interese más. Y para lo que la ópera y la cena posterior, es accesorio o tiene el carácter funcional de facilitar lo que venga después. ¿Es ese el público de ópera que se quiere o se piensa que es el público que se puede pagar una entrada para este tipo de espectáculo?