‘Aladdin’, cuando el espóiler no importa
Al público le sigue funcionando la historia, a pesar de que se conoce la ficción de pé a pá, sus giros de guion y el final.
Llenar un teatro en agosto en Madrid es un milagro. La productora Stage Entertainment lo consigue en el Teatro Coliseum que mantiene abierto durante el verano para que el público pueda ver Aladdin. Musical con libreto de Chad Beguelin, música de Alan Menken (a cuyos musicales se le hace un pequeño homenaje en esta obra) y letras de Howard Ashman, Tim Rice y el propio Chad Beguelin que Disney estrenó en Broadway en 2011. Obra basada en la popular película de la misma compañía de 1992, una de esas de la segunda época dorada del estudio gracias a los artistas citados.
Por tanto, la historia original tiene ya veintiún años, y el musical doce, aunque sus antecedentes son medievales, el clásico de Las mil y una noches. Y al público le sigue funcionando a pesar de que se conoce la ficción de pé a pá, sus giros de guion y el final. Parece que el espóiler no les importa comportándose como los niños que quieren ver una y otra vez la misma película.
¿Qué cómo lo consigue Stage? Ofreciendo espectáculo, como esta productora lo lleva haciendo desde 2011 con El Rey León en el Teatro Lope de Vega de Madrid y con otro montón de musicales que ha traído a España. Fueron ellos los que pusieron la semilla que ha hecho de Madrid una de las principales plazas de musicales del mundo.
Es cierto que, al principio Aladdin puede resultar algo rutinaria. Con esa idea de que el público no se aburre si la cosa es movida, está llena de acciones, es rápida. Sí, el ritmo es trepidante pero pocas cosas suceden por muchas cosas que hagan y digan los personajes. Para que algo tome cuerpo y genere interés es necesario un tempo y un tiempo, como sabía Sherezade, la cuentista de Las mil y una noches.
Un tempo que permita ver a Aladdin como el huérfano ladronzuelo, pícaro y buena gente que se gana la vida trapicheando de acá para allá en el zoco de Agrabah. Así como ver la complicidad en el delito con otros como él. Todos ellos expertos en pequeños hurtos para poder comer. Tan suficientemente conocidos que están bajo vigilancia, digamos, policial. Y ocurra lo que ocurra, sean ellos o no, siempre son los primeros en ser acusados.
En esas están cuando el protagonista conoce en el zoco y por casualidad a Jasmine. Nada más verla se enamora. Ambos, tanto los personajes como los actores que los encarnan cumplen los criterios de guapos (sobre todo de guapos de musical), así que es normal que se atraigan como atraen al público. Él, que ha visto como la guardia real la persigue, pone toda su experiencia en huidas a su servicio.
Escapando se la lleva a su desordenado cutre minipiso en una azotea del barrio más depauperado de la ciudad, lo que uno esperaría encontrarse en la azotea de las corralas que todavía quedan en Madrid. Lo que facilita un tiempo para que surja el amor. Se genere esa confianza necesaria para besarse y tocarse. Un breve instante antes de que llegue la guardia real y se lleve a Jasmine a la fuerza. Y él se entere que es la princesa que quieren casar con un príncipe cualquiera sin tener en cuenta sus sentimientos.
No es el único encuentro con la aristocracia que tendrá el protagonista. También lo buscará Jafar que quiere a toda costa el puesto de sultán. Para conseguirlo necesita una simple lámpara que se encuentra en la Cueva de las Maravillas. Donde solo pueden entrar personas que sean diamantes en bruto por su bondad y honestidad, como Aladdin.
De hecho, entra, pero antes de salir con la lámpara para dársela a Jafar y conseguir lo que este le ha ofrecido, una fortuna, se entretiene mirando y tocando las joyas de la cueva, algo que le dijeron que no hiciera y por lo que la cueva se cierra a cal y canto.
Encerrado y aburrido, frota la lámpara tratando de leer una inscripción que hay en ella para ver si así puede averiguar que la hace tan especial frente a tanto joyerío. Y lo descubre. Contiene un genio que le ofrecerá tres deseos. Que nuestro protagonista usará para convertirse en el príncipe que se pueda casar con Jasmine. Claro, si Jafar y el sultán le dejan. No hay historia romántica sin dificultades que superar.
Todo lo anterior permite recurrir a la extravaganza de carácter árabe con tintes del XIX. Ese orientalismo que se encontraba, por ejemplo, en los cuadros de Mariano Fortuny i Marsal y otros muchos artistas de la época. Esa idea de lo exótico. Mujeres no veladas vestidas de sedas vaporosas en sus harems. Hombres enturbantados, enjoyados y emplumados hasta las cejas.
Y en el caso de la cueva, se recurre a la extravagancia. ¡Y de qué manera! Convirtiéndose en uno no de los momentos álgidos de la función, si no es el momentazo, sin desmerecer la escena de la alfombra voladora. Por el que por sí solo merecería que se viese el espectáculo. De repente es como si se estuviese ante un número clásico del musical.
Lo de clásico es un adjetivo que viene al pelo a esta obra. Incluso en su reivindicación feminista, que la tiene. La de la princesa reclamando su derecho a casarse con quien quiera. Algo plenamente aceptado en la ficción tanto de esta y como de épocas anteriores. Por ejemplo, en la Turandot de Puccini.
Clásicas son también la partitura y las letras. Es decir, de musical al uso. Una pena que se haya vuelto a pensar que la música cuanto más alto se ponga el volumen mejor, algo que se había abandonado en la Gran Vía y sus satélites. Y es una pena porque la música se empasta, se distorsiona y no permite apreciarla, disfrutarla, saborearla. Que hace que se tenga que tirar de recuerdo en el caso de las más populares como Noches de Arabia, Principe Ali o Un mundo Ideal.
También es clásico en sus formas teatrales. Su juego con los fondos pintados. Las maneras de decir y hacer el texto en escena. Sus coreografías que, de nuevo, varias de ellas recuerdan a las coreografías del clásico musical de cine. Como clásico parece el vestuario, que se da un aire al de películas antiguas.
Es tal su clasicismo que hay momentos que se podría pensar que se trata de un producto vintage remozado. Al que le hubieran quitado el polvo y las manchas. Y preparado para volver a ser utilizado como si fuera nuevo.
Para el que se ha elegido un buen elenco, al menos en su primer reparto que es al que pertenece esta crítica. En el que se lleva todas las miradas y con ellas los aplausos David Comrie, pero es que tiene el papel más florido y divertido, el del genio, al que se entrega en cuerpo y alma por eso recibe mucho del público. Pero quien pueda dejar de mirarle descubrirá lo bien elegidos y lo bien que se ajustan a los papeles de Aladdin y Jasmine, Roc Bernardí y Jana Gómez. Incluso en el primero descubrirá un actor con la energía y disposición para el musical.
De todas formas, no es la novedad lo que definiría la propuesta. Sino su deseo de complacer a un público que llega con las expectativas de ver algo grande y digno de lo que vale una entrada para un musical en un teatro de la Gran Vía. Adonde a lo mejor el espectador se ha acercado desde fuera de Madrid para pasárselo bien.
¿Y los complace? A tenor de lo visto, los complace y mucho. Pues ríen cuando toca. Incluso cuando se cuela la realidad con el chiste de la Pirámide de Abu Dabi para reyes eméritos, algo poco habitual en este tipo de espectáculo. El caso es que aplauden cada número y los hay que se ponen en pie al final de la función y gritan ¡Bravo!.
Tal vez, los menos complacidos sean los muy pequeños, no es un espectáculo para ellos, aunque sí para cuando están algo más creciditos. Y, quizás, entre los espectadores más satisfechos se encuentran las parejas de jóvenes que salen de ver la versión teatral de una película de su infancia en la que se celebraba un amor como el suyo. A los que se ve con el buen aspecto de quien se ha maqueado para ir al teatro, aunque sea un maqueado de verano, y salir en pareja. Amor que pueden mostrar en sus redes sociales tras hacerse el selfie de rigor con una gran lámpara del genio detrás de ellos y algo de merchandaising en los brazos o al cuello en primer plano. Un mundo ideal.