'Salomé', jugárselo todo a cara o cruz
"En este montaje, de carácter marcadamente feminista, como corresponde a su autora y directora, que lleva desde hace mucho tiempo agitando esa bandera, las mujeres son iguales que los hombres".
Ni bien, ni mal, ni todo lo contrario, es lo que se piensa viendo Salomé escrita y dirigida por Magüi Mira. Tragicomedia con música que se estrenó el miércoles pasado en el Festival de Mérida con muy buena venta de entradas. Venta a la que seguramente contribuyeron sus televisivos interpretes protagonistas: Belén Rueda, cuyos compromisos audiovisuales y su caché hace muy difícil verla en teatro, Luisa Martín y Pablo Puyol.
Una historia bien conocida que ha tenido varias versiones, incluidas la celebérrima obra de Oscar Wilde y una ópera de Strauss que ha llegado a formar parte del repertorio que se representa con regularidad en los teatros de ópera.
Relato que procede de la Biblia. En el que el profeta Juan el Bautista, que profetiza un tiempo nuevo sin estar sometido a los romanos, es decapitado por el capricho de Salomé. Princesa que se lo quiere beneficiar, a lo que él responde que nones, que antes que el amor o el sexo o vaya usted a saber qué, está la lucha de clases y por su pueblo. Por lo que ella, consentida y caprichosa, le pide a su padrastro, Herodes, que le corten la cabeza, como si fuera la reina de corazones de Alicia en El País de las Maravillas.
En este montaje, de carácter marcadamente feminista, como corresponde a su autora y directora, que lleva desde hace mucho tiempo agitando esa bandera, las mujeres son iguales que los hombres. En general y en concreto, en cuanto al deseo sexual. Un deseo siempre insatisfecho, lo que somete a ambos géneros a una búsqueda continua del placer.
Búsqueda que, en el caso de los hombres, incluso cuando estos sean unos cobardes y miedicas pederastas, no se condena y puede que hasta se celebre. Y que, sin embargo, convierte a las mujeres en putas, a los ojos de la sociedad de entonces y de ahora. Es así como los hombres, representados por ese coro ridículo, las llama repetidamente en la obra. Mujeres que por este motivo deben ser veladas, condenadas, castigadas y lapidadas en la plaza pública. Condena que debe ser aumentada si son adúlteras.
Mientras, ellos son libres. Una libertad que se las niega a ellas. Unas mujeres que tienen que ser tuteladas y educadas. Que tienen que ser anonimizadas en público bajo un velo. Y recibir instrucción para protegerse de sí mismas. Ya se sabe que a las mujeres, y sus tentaciones carnosas, las carga el diablo. Tentaciones irresistibles para los hombres, por naturaleza libidinosos y siempre dispuestos a hacer una muesca más en su contabilidad donjuanesca de lances amorosos. Mille e tre.
Un deseo sexual que para darse tiene que estar bien alimentado y bebido. Bien rodeado de bienes fungibles, a ser posible, lujosos. Sin esos básicos, el deseo será simplemente el de llevarse comida y bebida a la boca, el deseo de los pobres.
Quizás por eso la escena está presidida por una gran mesa donde todo está dispuesto para un opíparo banquete. Un buffet de lujo al que solo unos pocos han sido convidados. Una mesa que ocupa la gran boca del Teatro de Mérida, en la que su potente y ancestral arquitectura adecuadamente iluminada supone un buen marco para esta historia de tiempos de los romanos que sucede en una Judea/Palestina que estaba tan ocupada entonces como lo estaba la Hispania.
Sí, hace mucho tiempo de todo esto. Y si no fuera porque Sirio, la estrella que vio aquella época y todavía sigue mirando la nuestra, nos recuerda el tiempo que ha pasado, se podría pensar que la historia transcurre en alguno de esos reinos de taifas, exóticos y lejanos a los ojos occidentales, en el momento actual.
Pensamiento al que contribuye esa guardia real, y peculiar coro, que viste por momentos como si fuera la policía de la moral iraní o de cualquier país integrista islámico. Aunque lo que dicen y como lo dicen, barbados y sonrientes, recuerda a cualquier integrismo occidental actual del que se está extendiendo por Europa amenazando su unión monetaria en derechos y libertades.
Para contar todo esto, Magüi Mira no duda en recurrir a cualquier recurso que considere necesario. Desde una presentación de personajes al estilo que se presentan los boxeadores en un ring. Lo que le permite hacer un peculiar dramatis personae. Hasta momentos de comedia, explotando la vis cómica de Luisa Martín, que le sale sin quererlo.
Aunque lo que más choca es el ramalazo de musical de la obra con tres canciones a las que se aplica Pablo Puyol con oficio y la mejor de las voluntades. Choca porque suenan a demasiado actuales en su concepción como canción y no está claro si las letras no funcionarían mejor dichas, simplemente. Como un monólogo. Si bien es cierto que una vez pasada la sorpresa, se aceptan con más normalidad. Y que el público sale cantando el estribillo de la última. Una extrañeza que no produce la música incidental que hay en el resto de la obra, aunque siga sonando a musical.
Viendo y oyendo la obra la sensación que se tiene es que Magüi Mira aprieta el acelerador cuando vienen curvas. Y cada vez que viene una, se tiene la impresión de que esta vez, sí que sí, que va derrapar, salirse y pegársela. Si las gradas de Mérida tuvieran apoyabrazos, es seguro que la audiencia se aferraría a ellos ante la inminencia del tortazo. Pero no, no se la pega, aunque haya estado a punto.
Quizás es ese el riego el que está asumiendo. El de mezclar lo místico con lo mundano. Con ese Sirio de Sergio Mur que se mueve por el escenario como lo único luminoso de la función, lo que brilla en el firmamento de estrellas. Tan bien visto y puesto en escena por la directora como por el actor que lo interpreta.
También asume el riesgo de mezclar las dos caras del deseo. Tanto la absurdamente dramática como la estúpidamente cómica. Como el de convertir al elenco, incluido el coro, en unas marionetas que la imitan. Algo muy evidente en el caso de Luisa Martín y su invocación a los dioses y diosas romanas y heteropatriarcales, y en Belén Rueda en la manera insistente de acoso al Bautista. A la vez que mantiene la especificidad de cada interprete.
Cuando se acaba la obra queda como una moneda bailando en el aire. Sin definirse si cuando caiga saldrá la cara o la cruz del teatro. Esa será la apuesta que tendría que hacer la crítica sobre la misma.
Al público parece que la moneda les cayó del lado de la cara. Escuchó en silencio mientras se le oía respirar, rio con ganas cuando el momento lo pedía y le apetecía, y aplaudió durante la función varias veces y tres minutos al final puesto en pie. Además de salir cantando, como Pablo Puyol: Sálome, Sálome. Nombre que no le dio la Biblia sino los romanos que significa portadora de la paz. No se sabe de qué paz, pues su capricho, como los caprichos de los poderosos, armó un quilombo. En cualquier caso, haya aquí paz y después gloria con esta Salomé.