No puedo dormir con mi marido
Echo de menos su cuerpo al lado del mío, sus grandes manos y el aroma de su pelo recién lavado. Ese momento tan valioso entre los eventos del día y el vacío de la noche en el que exploramos las ideas y las emociones que normalmente dejamos a un lado. Echo de menos quedarme dormida con la planta el pie apoyada en su espinilla.
Esta historia comienza en 1996. Entonces todavía grabábamos cintas de radiocasete personalizadas para nuestras parejas y amigos, llevábamos vestidos de flores, pantalones de pana anchos, vaqueros de tiro alto y llorábamos con El paciente inglés. Dos semanas después de conocer al hombre que se convertiría en mi marido, le invité a mi casa y a mi cama deshecha. No, no hablo de los encuentros sexuales apasionados de los primeros días, semanas y meses. Hablo de una tarea difícil. Acostarnos y luego pasar la noche juntos. Toda la noche.
Me pasé la primera noche dando vueltas en la cama intentando ignorar sus ronquidos. Al encontrarme al principio de una nueva relación, podría haber perdonado cualquier cosa. La segunda noche que pasó conmigo, le di un empujoncito, pero se limitó a murmurar algo. La tercera noche, le pellizqué el puente de la nariz -no tan fuerte como me habría gustado- y se despertó asustado y balbuceando. Yo fingí estar profundamente dormida.
Lo probamos todo: almohadas rellenas de trigo, aceites esenciales, grabaciones del sonido de la lluvia, elevar la parte de la cabeza de la cama, protectores de colchón contra los ácaros y dejar de tomar lácteos, alcohol, cafeína y cereales. Voluntariamente, fue a una clínica de sueño, donde le conectaron a muchos monitores, e incluso se compró una mascarilla de presión positiva continua que le hacía parecer una mezcla entre Darth Vader y una aspiradora. Era mejor escuchar sus ronquidos.
Desde entonces, hemos descubierto que ha heredado un estrechamiento de la garganta genético. Cuanto más cansado está, más ronca. Por eso, somos increíblemente felices durmiendo juntos cuando viajamos o estamos de vacaciones porque entonces estamos descansados y no tenemos ni alarmas ni obligaciones. Sin embargo, en nuestra rutina diaria de trabajo, colegio y comidas rápidas, dormir juntos -y conseguir dormir algo- es un triunfo fruto de la negociación y de la buena voluntad.
He dedicado mucho tiempo a reflexionar sobre dormir. A pensar en lo mucho que me gusta, en por qué siempre quiero dormir más o en cómo una siesta puede convertirse en algo más delicioso que una tarta de chocolate. Sé que el hecho de irse a dormir y despertarse a la misma hora todos los días (incluso los fines de semana) puede mejorar la calidad y la duración del sueño e incluso puede influir en la depresión y en la pérdida de peso. En las últimas investigaciones realizadas al respecto se demuestra que la falta de sueño está más relacionada con la obesidad que con cualquier otro factor alimenticio.
Mis fantasías nocturnas no son las habituales: pienso en lo agradable que sería irse a la cama con la puesta de sol, sin luz eléctrica ni persianas, y despertarse todas las mañanas justo antes de que amaneciera, lista para un nuevo día. Dormir más en invierno y estar más animada en verano, al compás de los cambios estacionales.
Entonces, ¿qué se puede hacer ahora? Es difícil abandonar la idea de dormir juntos en una cama de matrimonio. En nuestra cultura, el símbolo del retiro parental, de una privacidad sagrada lejos de los niños y de las rutinas domésticas es tan monolítica como el mito de que el amor puede durar toda la vida.
Ahora, tenemos muchas camas en nuestra casa -algunas de matrimonio y otras más pequeñas- y dormimos en ellas según el clima, nuestro estado de ánimo y nuestros niveles de ronquidos y de tolerancia.
El fenómeno de las parejas que duermen aparte -lejos de los niños, miembros de la familia y de los animales- es relativamente reciente. Antes de la época victoriana, especialmente entre la población rural, toda la familia dormía junta por cuestión de seguridad y de mantener el calor. Mi propia madre, que creció en un pueblo griego en la década de 1940, dormía con sus padres, hermanos y abuelos en colchones colocados cerca de la chimenea en una habitación parecida a un loft situada encima del establo en el que las cabras y las ovejas pasaban la noche. ¡No quiero ni imaginarme los ronquidos!
Recurrir al sueño bifásico en invierno también era común antes del siglo XIV, época en la que el tiempo que transcurría entre los llamados "primer sueño" y "segundo sueño" se empleaba para rezar, estudiar textos bíblicos o meditar entre la clase alta; y para practicar sexo, beber y hablar entre los escalones más bajos de la jerarquía. La idea de pasar ese periodo en el que los sueños, los pensamientos y las conversaciones fluyen en medio de la luz de las velas es realmente irresistible.
He de admitir que echo de menos la rutina nocturna que mi marido y yo hemos perfeccionado con el paso de los años. Echo de menos su cuerpo al lado del mío, sus grandes manos y el aroma de su pelo recién lavado. Ese momento tan valioso entre los eventos del día y el vacío de la noche en el que exploramos las ideas y las emociones que normalmente dejamos a un lado. Echo de menos quedarme dormida con la planta el pie apoyada en su espinilla. También echo de menos que me cuente los detalles de mis sueños, que deduce porque hablo en sueños, cuando nos despertamos a la vez porque la luz de un nuevo día atraviesa las cortinas de nuestro dormitorio.
Ahora, me despierto un poco antes y me voy a su cama. A veces, hacer esto es incluso mejor.
Este post fue publicado originalmente en la edición australiana de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.