Teatro y corrupción: de Pujol a Bárcenas
El teatro nos recuerda que España es un país de sainete, de entremés barroco, de esperpento, y que sus dirigentes nos llevan a la fiesta cutre y casposa de la facundia generalizada. La corrupción es la materia de la que los sueños del españolito medio están hechos. Mala materia política, magnífica teatral.
Aunque sea escaso consuelo, la bobería y sordidez de gran parte de los poderes públicos ayudan a que vivamos un momento álgido para la crítica social en todas sus formas. Contamos con una serie de precedentes más que ilustres para esta corriente de teatro provocador y denunciante, que se pone en funcionamiento cuando las conciencias se adormecen en el bálsamo del bienestar.
Els Joglars de Albert Boadella firmaron una de las sátiras más punzantes que se recuerdan en la trilogía de UBÚ, avatar poco velado de Jordi Pujol. Ya con el primer gobierno de Convergencia, el genio (y figura) de Boadella atizó de lo lindo al residente del Palau de la plaza de Sant Jaume con Operación Ubú (1981), donde se seguía el armazón teatral de Ubú rey, de Alfred Jarry. Posteriormente, una vez por década (y esperemos que esta no se quede huérfana) Els joglars rehicieron sus Ubús -Ubú president (1995) y Ubú presidente o los últimos días de Pompeya (2001)-. Como en otras ocasiones, el teatro se mostró más resolutivo que los medios de comunicación en la denuncia de las varias corruptelas del ex Molt Honorable, y alrededor de Ubú aparecían unos "Excelsitos" con maletines repletos de euros. Como afirma Javier Huerta, con su maña habitual, con esta obra se nos muestra el "clima de descomposición moral e intelectual de una gran parte de la sociedad catalana que, embebida por las maravillas del fantasioso retablo levantado por políticos corruptos, ha dejado de escuchar la palabra libre y valiente de bufones como Boadella".
En efecto, los farandules, bufones y teatreros siempre han tenido gusto por meter el dedo en la llaga del poderoso llegando, en ocasiones, a elevar el "yo acuso" a las más altas instancias. La escena no ha dejado de denunciar esta suerte de maremágnum de la sordidez de la política contemporánea. En estos tiempos, el modelo de los Entremeses cervantinos deriva de forma natural en nuevas formas de crítica social en su vieja-nueva versión del Teatro de la Abadía dirigida por José Luis Gómez. Ya en clave absurda, el Rinoceronte de Ionesco puede servirle a Ernesto Caballero para denunciar el pensamiento en manada sito bajo algunas propuestas de transformación radical de la sociedad. Dentro de esta corriente destaca La escuela de los vicios del Teatro Nuevo Apolo, dirigida por Francisco Negro, que representa los textos de Quevedo sobre la denuncia de los abusos de ministros, magistrados y gentuza varia.
Tampoco quedan lejos aquellos maravillosos noventa cuya época de plenitud estulta está magníficamente cristalizada en aquella boda real-que-no-lo-fue de Alejandro y Ana (Lo que España no pudo ver del banquete de boda de la hija del presidente), donde, como nos recordaron oportunamente los de Animalario, se entreveían las costuras cutres a esa corte de los milagros casposa que era España, gracias al trabajo de Roberto Álamo, Javier Gutiérrez, Alberto San Juan y Guillermo Toledo. Sin ponernos excelentes, se puede mantener que, también en aquella ocasión, el teatro se adelantó a los periódicos en la denuncia de la Gürtel.
También acusa el teatro-documento, quizá el género que por su permeabilidad mejor permite la crítica social. En Ruz-Bárcenas, de Jordi Casanovas con dirección del animalario podemista Alberto San Juan, la transcripción de la declaración de Bárcenas ante el Juez Ruz se convierte, por medio de un interesante ejercicio de estilo, en una pieza que sobrecoge y enfurece por igual. Si les digo la verdad, estoy deseando que transcriba la conversación que tuvieron Jordi Pujol y su hermana sobre su herencia en una nueva producción de su Teatro del Barrio.
Cuando está uno dispuesto a cortarse las venas ante tanta corruptela y decadencia, llega José Ignacio Tofé y nos recuerda que el comienzo de la corrupción no es tanto la maldad sino la estulticia en El tesorero, en la sala Off del Teatro Lara (todos los domingos de marzo a las 13:00 y el sábado 7 a las 21:30). Esta divertida comedia negra es una obra envidiable, no porque no denuncie (que lo hace y mucho), sino porque viene con una sonrisa en los dientes y no con un cuchillo en la boca. Para Tofé, la génesis de la corrupción es la gansada y el egoísmo infantil de Mario Tardón, ese ministro de Cultura gañán y chulesco venido de provincias que tenemos todos dentro y que grita "¿Dónde está mi mandanga?" entre sollozos de niño malcriado. La codicia y la estupidez del primero es contrarrestada por los cuatro personajes interpretados por José Navar, quien nos presenta sucesivamente a un ministro de Agricultura ávido de comer jamón, a uno de Hacienda entre tímido y nefasto, a uno de Economía traído de los infiernos del karma mefistofélico y, finalmente, al todopoderoso tesorero, sin quien nada se hace ni se deshace. Se la recomiendo, saldrán advertidos, divertidos y no aleccionados.
De Boadella a Tofé, el teatro nos recuerda que España es un país de sainete, de entremés barroco, de esperpento, y que sus dirigentes nos llevan, por la vía de la ley de Peter, a la fiesta cutre y casposa de la facundia generalizada. La corrupción es solo la savia que alimenta ese sistema que forra a unos ineptos, mientras adormece a la sociedad, pues es la materia de la que los sueños del españolito medio están hechos. Mala materia política, magnífica teatral.