Hamlet en el purgatorio: Miguel del Arco pone a Hamlet en la Comedia
En su Hamlet, del Arco parte de un acercamiento cercano a los planteamientos del teatro expresionista. Se oyen ecos de la escenografía de un Kantor y algún guiño de carácter brechtiano que conforman una resolución modernizadora al quizá más clásico dentro de los clásicos.
Foto: Ceferino López
Hace unos años, Stephen Greenblatt firmaba uno de los libros más intrigantes que se han leído en las últimas décadas sobre el Bardo de Avon. En él, Hamlet in Purgatory (lamentablemente todavía sin traducción al castellano), el catedrático de Harvard mantenía la posibilidad de que la prohibición de la imaginería del purgatorio en la Inglaterra isabelina afectara varios de sus textos, entre otros, el famoso fantasma del padre del príncipe Hamlet de Dinamarca. Shakespeare, y su personaje por extensión, serían personajes en el límite entre dos cosmogonías contrapuestas.
El de Miguel del Arco se acerca --sin necesariamente presentar la misma visión religiosa del personaje-- a esta noción de liminalidad. Su lectura del personaje lo acerca al debate entre la vida y la muerte, entre matar y morir, entre el deber de la vendetta y la duda racional. De igual modo, del Arco procura un acercamiento liminal entre el teatro clásico (que intenta representar la realidad) y el contemporáneo (que intenta sobrepasarla) y resulta, por ello, bastante destacable.
La adaptación procura una serie de cambios significativos en las primeras escenas de la obra, que se abre precisamente con un "Me muero, me muero. Estoy muerto", que, seguido de un sentido de inevitabilidad ("todo el que vive debe morir") y por una de las imágenes más caras a Shakespeare ("ser rocío"--vid. Hamlet I.1.143 o I.3.171), nos sitúan a Hamlet, precisamente, en un estadio post-mortem purgatorial.
Del Arco parte de un acercamiento cercano a los planteamientos del teatro expresionista. Se oyen ecos de la escenografía de un Kantor y algún guiño de carácter brechtiano que conforman una resolución modernizadora al quizá más clásico dentro de los clásicos. Por ejemplo, recordará el lector que Hamlet desentraña el asesinato de su padre al poner en escena una obrita modificada por él mismo titulada La ratonera; pues bien, esta versión suena mucho a teatro posdramático al estilo de un Rodrigo García: imágenes con puntero láser, figuras inmóviles, etc. Asimismo, el actor que dirige la compañía se representa a sí mismo, etc. Israel Elejalde, el actor que interpreta Hamlet, que firma un gran trabajo, mantiene el tipo bastante bien, aunque comienza con una intensidad muy alta que a duras penas puede mantener. Es agotador verle. Por otro lado, las magníficas escenografías, iluminación y vídeo de Eduardo Moreno, Juanjo Llorens y Joan Rodón respectivamente son uno de los grandes alicientes de esta obra. Por medio de un vídeo se proyectan imágenes varias sobre las distintas escenas, de modo que pasamos de Ríos a mares a nieve o a imágenes urbanas.
Algunas soluciones son, quizá, discutibles. Vienen a mente, en concreto, la profusión de números musicales, quizá un poco excesiva para una obra que está diseñada para durar casi tres horas. Quizá lo más arriesgado de la obra sea la elección de Ofelia. El personaje es el más salpicado por múltiples números musicales, y la llegamos a ver desde interpretando poses de heavy metal a incluso un reggaetón.
En definitiva, un Hamlet destacado y destacable, que ilumina y cuestiona por igual. Un personaje turbulento para estos turbulentos momentos, donde la podredumbre apesta igual que en aquella Dinamarca que recreaba el Bardo.