Enrique VIII o la soledad del poder absoluto
La cisma (1625-1627) es uno de los títulos menos representados del poeta Pedro Calderón de la Barca. No obstante, es una obra interesante y menos tratada de lo que merece. Una obra valiente que reflexiona sobre el poder político junto a algunas de las obsesiones calderonianas: el libre albedrío, la pugna entre el deseo y la pasión, el sueño y realidad.
Foto: Ceferino López/Compañía Nacional de Teatro
En estos tiempos en los que los periodistas se desesperan por hacer cábalas con el futuro que les espera a los políticos locales de las comunidades autónomas, cuyos pactos están determinados (mal que les pese) por el consenso y el diálogo...
En estos tiempos en los que el fantasma del Soviet amenaza los sueños de políticas curtidas como Esperanza Aguirre...
En estos tiempos en los que la lógica del capital lleva a que politólogos marxistas se dediquen a hacer juegos fashion sobre lo la aplicabilidad de series como Juego de tronos a la política española, no está mal que nos recuerden que hace no tanto el poder era un hecho absoluto, imperfectible e indiscutible.
Ese es el cimiento con el que Ignacio García ha dirigido la adaptación de José Gabriel Antuñano López de La cisma de Inglaterra. Pedro Calderón de la Barca, como locuaz dramaturgo cortesano del Antiguo Régimen, presenta en muchas de sus obras reflejos del poder absoluto, sobre todo, en sus magníficas fiestas privadas pagadas por los Austria (de hecho, si se me permite la cuña publicitaria, estoy ultimando una monografía sobre el tema de pronta aparición en Iberoamericana-Vervuert).
La cisma (1625-1627) es uno de los títulos menos representados del poeta. Solo fue puesta en escena en la versión original de Andrés de la Vega en 1627, la de Manuel Canseco al frente de la Compañía Española de Teatro Clásico (1979) y la de Zampanó Teatro (1991). No obstante, es una obra interesante y menos tratada de lo que merece. Una obra valiente que reflexiona sobre el poder político y la responsabilidad del gobernante junto a algunas de las obsesiones calderonianas: el libre albedrío, la pugna entre el deseo y la pasión, el sueño y realidad, los componentes irracionales en el comportamiento humano y los oráculos premonitorios, el sentido de culpa y la esencia del poder.
La presente adaptación, realizada por Antuñano López, aligera las disquisiciones teológicas que ocasionan la separación de Roma de la iglesia de Inglaterra, cambia el orden de algunas escenas o parlamentos, y acorta el final pues deja inconclusa la coronación de María Tudor. Asimismo, el adaptador añade algunos versos a la estructura de romances y redondillas para subrayar el motivo convertido en tema principal.
La galería de personajes nos muestran los derroteros de una corte que oscila alrededor del monarca como si este fuera el centro del mundo: Bolena, Volseo, Catalina, Pasquín, Tomás Boleno y María Tudor son estrellas que orbitan alrededor de Enrique VIII, quien, como un atlas lleva el peso del mundo sobre sus hombros. En los personajes más consistentes y trabajados por el autor (Enrique, Bolena y Volseo) hay varios cambios significativos: Catalina se despide del aire santurrón que tenía en la versión original, Volseo se convierte en un personaje ambicioso y conspirativo y Pasquín se convierte en alter ego de Enrique VIII, en su conciencia crítica y reflexiva.
Foto: Ceferino López/Compañía Nacional de Teatro
En términos estróficos podemos destacar varios momentos magníficos: las octavas reales del monólogo del embajador de Francia o las silvas del diálogo entre Enrique VIII y Volseo. Algunas secciones del trabajo de adaptación merecen ser destacadas; es el caso del diálogo montado alrededor del destronamiento de Catalina por parte de Enrique VIII al final de la jornada segunda, que consigue a la par crear tensión dramática al final de esta y despojar a Catalina de ese aire sumiso que teñía su comportamiento en el drama. También es interesante el añadido del soneto del conde de Villamediana, que hace de interludio entre las partes primera y segunda y que resultan clarificador para diferenciarlas.
El trabajo actoral es muy destacable, sobre todo, los siempre acertados Joaquín Notario como Volseo y Pepa Pedroche como la reina doña Catalina y el magnífico Emilio Gavira como Pasquín. Mamen Camacho como Ana Bolena y el televisivo Sergio Peris-Mencheta como Enrique VIII salen bastante airosos. La puesta en escena está trufada de guiños a la serie de televisión Los Tudor, aspecto que, sin duda, acerca el texto al gran público. De hecho, algunas escenas parecen recordar la portada de la serie, como cuando Enrique coge por el cuello de manera amenazante y seductora a Ana Bolena.
Resultan interesantes estas disquisiciones sobre el poder absoluto ahora que en el mundo Occidental lo más parecido que conocemos son las peleítas entre los monarcas de los siete reinos de Juego de Tronos o la cínica ascensión al poder de Frank Underwood en House of Cards. Cuando de verdad era absoluto, el poder era real, inmarcesible, pero profundamente solitario.