El último cuplé de Saritísima
¿Qué es Sarita a fin de cuentas? ¿Un mito? ¿Una actriz? ¿Un estilo? ¿Una mujer dotada de una personalidad única? Con ella sucede lo que con Brigitte Bardot: hace ya tantos años que fueron aceptadas como iconos culturales que toda nueva aproximación a su leyenda puede parecer impertinente.
Cuando ya todo se ha dicho y se ha escrito sobre Sara Montiel, la crónica de su gloria resultaría obsoleta. ¿Qué es Sarita a fin de cuentas? ¿Un mito? ¿Una actriz? ¿Un estilo? ¿Una mujer dotada de una personalidad única? Con ella sucede lo que con Brigitte Bardot: hace ya tantos años que fueron aceptadas como iconos culturales que toda nueva aproximación a su leyenda puede parecer impertinente. Cuando nuestra estrella más internacional se retiró en 1975, a la edad cuarenta y siete años, su rostro, como el de BB, había ilustrado la portada de toda suerte de revistas y publicaciones. En una época que se distinguía precisamente por la irrupción de una pléyade de intérpretes destinadas a cambiar el rostro del cine español, ella continuó intocable en su condición de primera diva. Hoy, más de medio siglo después de sus grandes éxitos, continúa sintetizando para muchos la esencia y condición del estrellato cinematográfico con acento español.
Muchas y muy hermosas actrices poblaron el cine europeo de los años cincuenta, y la mayor parte de ellas tenían atributos más que suficientes para triunfar en la fábrica de sueños, pero les faltaría ese sello especial, aquel toque extra que forja la inmortalidad de las grandes estrellas y las convierte en reformadoras de costumbres, influenciadoras de modas y, por fin, reflejo de las vivencias y los sueños de una generación. Entre tantas otras beldades, en España sólo Sara Montiel llegó a combinar tantos requisitos, sólo ella provocó el espectacular incendio que prestaría al erotismo de la época su estilo inconfundible. Pero el reconocimiento estelar le llegó de forma tardía: en 1957, cuando aceptó cantar por primera vez en la gran pantalla. El último cuplé trajo al mundo una leyenda, y con ella la exuberante Sara, la mujer que iba a convertirse, a golpe de películas y melodramas con aromas musicales, en una artista idolatrada por el público patrio.
En el recuerdo, Saritísima conserva una aureola deslumbradora que explica sobradamente que, en un tiempo récord, llegase a convertirse en la estrella más amada del cine español. Es adorada, venerada y coleccionada por mitómanos del ancho mundo. Pero su mito representa mucho más. Era esplendorosa. Fue nuestra diosa del amor por excelencia. Y en ningún momento incurrió en la vulgaridad que amenazaba a muchas damas de parecido estilo. La recordamos sensual, insinuante, cálida, voluptuosa y, sobre todo, con una mirada cargada de descaro, a medias entre la ironía y la audacia. Era un monumento a la belleza con un trasfondo de impetuosidad, de determinación, con un barniz de autoridad corregida por mucha ecuanimidad y, sobre todo, por una voluntad de hierro. Las virtudes que le permitieron ascender a la cumbre desde la nada y, proeza más notable todavía, mantenerse en ella a lo largo de una carrera extraordinaria.
María Antonia Abad Fernández, alias Sara Montiel, nació el 10 de marzo de 1928, en Campo de Criptana, Ciudad Real. De origen campesino y familia pobre, pero honrada, no pudo frecuentar la escuela, por lo que aprendió a leer y a escribir con bastante retraso. Sin recursos, pero magníficamente dotada por la madre naturaleza, a los trece años ganó un concurso de canto cuyo premio era un viaje a Madrid, un curso de interpretación y un papel en una película.
Sólo tenía dieciséis primaveras cuando debutó en el cine de la mano del húngaro Ladislao Vajda, en Te quiero para mí, y en cuatro años rodó otra decena de filmes. Eran personajes muy secundarios, pero logró destacar en Mariona Rebull (1947), en la piel de una cantante, y en Locura de amor (1948), como la mora lasciva que entabla amoríos con Felipe el Hermoso. En este último título la actriz manchega ya había renunciado al color rubio, poco apropiado a su personalidad, y adquirido las dotes de seducción que ya no abandonaría nunca.
Tras una grave y extraña enfermedad, contraída al parecer durante el rodaje de Locura de amor, Sarita decidió abandonar España para instalarse en México, la antecámara de Hollywood. En el país azteca rodó una docena de películas, siempre con mucho éxito, entre 1950 y 1954: Furia roja (1951), Cárcel de mujeres (1951) -donde fue descubierta por el director estadounidense Robert Aldrich-, Ahí viene Martín Corona (1952), Piel canela (1953), Yo no creo en los hombres (1954)...
Sin hablar inglés, Sarita fue invitada a unirse al tándem protagonista de Veracruz (1954), Burt Lancaster y Gary Cooper. Después vinieron Dos pasiones y un amor (Serenade, 1956), de la mano de Anthony Mann, el director que fue su marido durante siete años (1956-1963), y Yuma (1957), de Samuel Fuller. Pero el desengaño no tardó en instalarse. Su carrera norteamericana, a pesar de su contrato con la Warner, se había quedado en agua de borrajas. Y así, cuando de España llegó una oferta para protagonizar El último cuplé, no lo dudó. Se trataba de un proyecto en el que nadie creía, y en el que debía cantar por primera vez. Sin embargo, el público la convirtió en un triunfo cuando se estrenó en Madrid, el 6 de mayo de 1957. Revelando la sedosa cualidad de su voz, El último cuplé fue la película del milagro, y la que proyectó internacionalmente a Sara. Incluso ante el general Franco, que recibió oficialmente a la bella en el palacio de la Granja.
El éxito inesperado y sin medida del filme de Juan de Orduña trastocó todos los planes de la actriz manchega, que abandonó Hollywood para firmar el contrato de su vida: un millón de dólares por cuatro películas, todas las cuales recibieron el beneplácito del público. Destinadas al consumo popular, La violetera (1958), Carmen la de Ronda (1959), Mi último tango (1960) y Pecado de amor (1961) son melodramas en estado puro, donde se tejen y destejen pasiones violentas y amores contrariados, en una riada de efluvios musicales.
Pero la fórmula acabó agotándose. Y ante falta de éxito de sus últimos trabajos en el celuloide, Sara no insistió: abandonó el cine en 1975. Entre tanto, en paralelo, se había forjado una sólida carrera musical, con más de cincuenta discos publicados y un repertorio de más de setecientas canciones.
En el día de su muerte, todos los diarios y televisiones le rendirán el mejor homenaje posible desempolvando las fotos más hermosas de sus días de gloria, cuando era la mujer soñada por todos los hombres. Esta concesión a la nostalgia servirá para recordar que, en otro tiempo, el cine español contaba con la magia necesaria para brindar al mundo creaciones tan suntuosas como las que ella encarnó. Pero lo cierto es que Sara, la Sara eterna, síntesis de las más puras esencias hispánicas, permanece anclada en el tiempo, como si se resistiese a entonar el "último cuplé".