El diezmo y la princesa
Debe estar contento Rajoy con el heredero de Esperanza Aguirre en Madrid. Dos anuncios en el sensible territorio de la sanidad pública han levantado un estrépito de desencuentro que puede ser interesante para el observador político, pero resulta inquietante para quien espera eficacia en la gestión y solución a los problemas.
Debe estar contento Rajoy con el heredero de Esperanza Aguirre en Madrid. Dos anuncios en el sensible territorio de la sanidad pública han levantado un estrépito de desencuentro que puede ser interesante para el observador político, pero resulta inquietante para quien espera eficacia en la gestión y solución a los problemas.
Esa suerte de diezmo contemporáneo que es el repago por receta médica ha irritado al Gobierno de Rajoy hasta tal punto, que, primero su segunda y después el propio presidente, han salido a la pública arena con inusual celeridad a desmarcarse, criticar y sugerir enmienda. Por si esto no fuera suficiente, la pintoresca ocurrencia -que así podría calificársele si no fuera por las dramáticas consecuencias que puede tener- de convertir el Hospital de la Princesa en un centro para la exclusiva atención de ancianos, introduce incertidumbre e inquietud en un barrio madrileño que vota mayoritariamente al PP, y no están los tiempos para andar perdiendo ni votos ni apoyos.
Frente a ambas decisiones, los perjudicados son los madrileños que necesitan de los servicios de la sanidad pública, y en el caso de La Princesa, por extensión, todos aquellos ciudadanos de otros lugares de España que acuden allí siguiendo la estela de excelencia de servicios como Hematología o Neurología, por citar dos de particular excelencia.
El diezmo del llamado céntimo sanitario se justifica según el Gobierno madrileño en la necesaria "racionalización" de los gastos farmacéuticos: que al pagar este peaje, se tiente antes la ropa quien pueda abusar de la gratuidad de las recetas para hacerse con lo que no debe. Pero el remedio hace buena la enfermedad, porque ante la hipótesis de una futura mejoría se coloca la certeza de que los enfermos tendrán que pagar más por el hecho de serlo, con lo que se dará la singular paradoja de que argumentando mejorar se empeorará la situación de quienes más necesitan esa mejora.
Algo parecido puede suceder con La Princesa. Un centro modélico, pionero en investigación y tratamiento de enfermedades como la leucemia, que atiende a una población de más de 450.000 personas, rentable si hablamos en términos económicos, y excelente en términos médicos, desaparecerá como hospital de referencia para convertirse en un innecesario centro de especialidades geriátricas, previo recorte de un 30 por ciento en sus presupuestos. Lo de la especialidad geriátrica no resiste el mínimo análisis: cualquier estudiante de medicina sabe que lo que necesitan los ancianos no es un tratamiento especializado como sí hay que dar en pediatría, sino atención primaria solvente y especialidades médicas suficientes. Hasta donde sé, en La Princesa se trata a personas mayores con la eficacia y el interés que requieren. Es más, si cambia ese estatus, la atención será inferior, porque la "especialización" habrá limitado las capacidades de investigación y terapia con que hoy cuenta La Princesa. En nombre de la mejora a los ancianos se perjudicará a toda la población, ellos incluidos.
Con todo, a estas alturas el problema de esta crisis sanitaria madrileña es precisamente el hecho que le concede su notoriedad política: convertirse en materia de disputa entre dos poderes de un mismo partido. Como quede ahí la cosa, como la solución tenga que pasar porque se baje de la burra un señor o una señora con ganas y capacidad de reforzar su poder frente al otro, esto tendrá difícil solución.
Ante ello, a los ciudadanos sólo nos queda una herramienta: hacer más ruido. Será responsabilidad de todos los afectados y de quienes seguimos creyendo en una sanidad pública y eficaz, sonar con más estrépito. Tanto como para que la queja de la calle, el "no" de la ciudadanía, sobrepase su disputa de poder e introduzca en ellos el temor a dejarse demasiados pelos en la gatera de su propia discusión partidaria.