Por una reforma fiscal progresiva e impostergable
Es hora de dar la batalla. Una reforma fiscal es la única vía para salir de este agujero sin luz al final del túnel en que esta prolongada hegemonía conservadora ha sumergido a la UE.
El pasado 13 de abril tuvo lugar en Badajoz una relevante Conferencia temática sobre fiscalidad en la que, bajo los auspicios del Grupo de los Socialistas Europeos, participaron expertos y voces cualificadas del ámbito progresista.
El objeto del encuentro era doble: primero, demostrar la falacia ideológica que pretende que el Estado social es "insostenible" al objeto de encubrir una estrategia diseñada para hacerlo perecer de inanición por falta de recursos públicos necesarios para financiarlo; segundo, oponer una reforma tributaria global para España en la que se restablezcan los hoy desdibujados objetivos de la política fiscal: asegurar la suficiencia financiera de los poderes públicos, redistribuir oportunidades y orientar la política hacia un determinado modelo de sociedad comprometido en valores.
La progresistas no somos conservadores: queremos cambiar las cosas conforme al valor de la igualdad en derechos y en oportunidades, lo que aquí y ahora comporta combatir las injusticias en el reparto de las cargas y los sacrificios impuestos no sólo por la crisis sino también, y sobre todo, por su desastroso manejo en una UE dominada por una correlación de fuerzas de hegemonía conservadora que ha impuesto su ideología en el relato de la crisis, a rebufo de la crisis y so pretexto de la crisis.
Las bases configuradoras del sistema fiscal español fueron establecidas hace 35 años. Esa regulación responde, como otras piezas todavía pervivientes en nuestro sistema, a los Pactos de la Moncloa y fueron elaboradas bajo las condiciones políticas y sociales de aquella hoy lejana transición. Desde entonces las figuras tributarias que lo integran han sido parcheadas y retocadas muchas veces, obedeciendo a los compromisos y prioridades de gobiernos de distinto signo. Es hora de repensarlo de manera integral y conjunta, en profundidad y en serio.
En el contexto de una crisis de una crudeza sin precedentes, los defectos arrastrados del sistema tributario español se han acusado hasta el extremo: obsolescencia (obedece, como casi todo, a los parámetros de la sociedad que fuimos hace 35 años); ineficiencia (no asegura el cumplimiento de los objetivos proclamados; empezando por la suficiencia de los servicios públicos, condenados a endeudarse o a sufrir recortes agónicos) e inequidad (la desigualdad en el reparto de las cargas ha desembocado en su regresividad).
La evidencia más elocuente de esta definición general bascula sobre el IRPF: el 90% de la recaudación grava las rentas del trabajo personal (asalariados, funcionarios...), a pesar de que el 50% de la riqueza nacional no deriva del trabajo sino de rendimientos de capital y ganancias patrimoniales cuya tributación es ofensivamente inferior.
Con el impuesto de sociedades sucede todavía peor. No sólo es insoportable que las PYMES (el 90% del tejido empresarial del país) contribuyan con tipos marginales muy superiores al de las grandes empresas (21% o 15% efectivo, frente al 10% o 7% efectivo), sino que los agujeros de recaudación obedientes a la ingeniería fiscal de las deducciones favorecen la prácticamente total desvinculación de las grandes fortunas y los grandes patrimonios frente al esfuerzo fiscal que debería exigírseles. Esa injusticia es ahora, ante las dificultades, más clamorosa que nunca.
El Estado constitucional español vertebra una pluralidad de poderes territoriales que necesita no sólo asegurar su suficiencia sino también reforzar su corresponsabilidad. Por eso, figuras tributarias que han sido vaciadas de contenido, como la del impuesto sobre "actos jurídicos documentados" y -mucho más relevante- la del impuesto sobre sucesión y donaciones, debe de dejar de ser objeto de competición a la baja entre Comunidades Autónomas. Partiendo de la fijación de un mínimo exento, las transmisiones y herencias son manifestación de riqueza que no pueden permanecer indefinidamente insensibles a la necesidad imperiosa de restablecimiento de vínculos solidarios y reglas de progresividad que den credibilidad al principio de que al sostenimiento de nuestro modelo de sociedad deben contribuir progresivamente más los que más ganan, los que más tienen y los que más heredan, y no exactamente al revés.
Pero la batalla de fondo, no se pierda de vista, es netamente política, y por lo tanto ideológica, en el sentido más noble y cargado de sentido histórico en que podamos pensar. El relato ideológico que ha acompañado a la crisis se ensaña con los endeudados tras haberles condenado a vivir del crédito y de las obligaciones, y tras haber renunciado a la política fiscal en su acepción más amplia y profunda. Después de haber manipulado una versión jibarizada de la política fiscal que pretende reducirla a los recortes del gasto (renunciando, por lo tanto, a considerar siquiera el capítulo de la suficiencia de los ingresos y la equidad de la carga), así como dar por muerto nuestro modelo social, se ha condenado a los sectores más desfavorecidos y socialmente vulnerables a resignarse a la extinción de las prestaciones sociales que realizan sus derechos constitucionalmente proclamados.
Es hora de dar la batalla. Una reforma fiscal progresiva e impostergable es la única vía para salir de este agujero sin luz al final del túnel en que esta prolongada hegemonía conservadora ha sumergido a la UE.