¿Arde la UE?
"¡Europa en llamas!". Este es el llamativo reclamo del último manifiesto promovido por Bernard-Henri Lévy, filósofo de guardia y publicista francés. Es conocido su activismo, su compromiso (engagement), distintivo en la función del intelectual en Francia que tanto carácter imprime en otras latitudes de Europa. Y es famosa, también, su habilidad para poner su oratoria teatral y su poligrafía en movimiento, al servicio de causas de tanto impacto como variación en función de su tiempo o su lugar. A veces a contracorriente. Otras, en cambio, surfeando grandes olas de opinión en la que su reputación aporta una catapulta al liderazgo polémico. No en vano, el sugestivo título de este (enésimo) manifiesto a propósito de Europa remeda el bombazo editorial (1965) de su compatriota francés Dominique LaPierre (junto con Larry Collins): el mítico "¿Arde París?".
En esta ocasión, su dedo se posa en la llaga de una UE herida por el desfallecimiento de la voluntad política que puso en marcha en su día -hace 60 años- el que desde entonces ha sido el proyecto de integración supranacional más promisorio del siglo XX. En el actual paisaje de tribulación europea, su estado de división -norte/sur, este/oeste, acreedores/endeudados, ganadores/perdedores- ha venido germinando, a lo largo de una década surcada por sus varias crisis, un caldo de cultivo espeso en que medran la eurofobia y los repliegues nacionales. Y en el que campea de nuevo ese espectro neofascistaque recorre Europa, que anida en la versión reaccionaria del nacionalpopulismo.
Todas y cada uno de las admoniciones y alarmas que encierra este manifiesto de Bernard-Henri Lévy han sido mil veces objeto de debates encendidos en el Parlamento Europeo (PE) en los últimos diez años, a todo lo largo de la crisis que arrancó en la Gran Recesión (2009).
Todas sus conclusiones confluyen, como corolario, en una enérgica llamada a "defender Europa". De "proteger Europa" habló el Presidente Sánchez en su debate en Estrasburgo el pasado 14 de enero, con ocasión de su presencia en la ronda de intercambios con los jefes de Gobierno "sobre el futuro de la UE". Sí, defender Europa frente a los enemigos de la sociedad abierta. Esa señal de alerta ha sido mil veces invocada, oralmente y por escrito, por cuantos venimos apelando, a todo lo largo de la crisis, a una movilización de los europeístas pareja a la de los eurófobos que buscan dinamitarla por dentro. Y urgiendo una toma de conciencia de las elecciones europeas del próximo 26 de mayo como un test existencial para su revalidación. Y para su relanzamiento.
Menor repercusión, no obstante, que esta última cascada de clamores proeuropeos (¡y van unos cuantos, es cierto, y es justo, porque ya era hora!) es la que viene mereciendo el debate alrededor de las medidas concretas que contribuirían de consuno a restablecer las constantes vitales de la hasta ahora alicaída voluntad europeísta. La que reimpulsara Europa como la escala regional de nuestra responsabilidad ante la globalización.
Porque, efectivamente, una UE determinada a ser y ejercer como un actor globalmente relevante podría sumar fuerza en África. Abandonada hace tiempo a la explosión demográfica, a la deforestación, a la corrupción y a una plétora de conflictos tribales, sociales e interreligiosos que la exponen a la cruda hegemonía de China mediante la interposición de élites predatorias que dilapidan esfuerzos de cooperación hoy fútiles. Porque sólo desde África podrá racionalizarse la prognosis migratoria vinculada a la pujante demografía africana, a la desertización y al cambio climático.
Y porque, sobre todo, sólo una UE determinada a ser globalmente relevante podría restaurar la maltrecha agenda social, crucial para responder a los efectos -devastadores- de la exasperación de la desigualdad y a la explotación del miedo de millones de europeos que hoy se sienten perdedores. Y hacerlo sin dilapidar tantos años de cultura democrática y principios constitucionales comunes.
Porque, habrá que insistir, esa "UE que protege" no debe blindar Europa frente a sus chivos expiatorios (migrantes y refugiados, y minorías vulnerables). Sino proteger ciudadanos/as de sus Estados miembros -y por ende, europeos/as- frente a la desregulación y ausencia de gobernanza en la globalización. Y frente a los efectos (temidos) de la automatización que acarrean la (imparable) "revolución tecnológica de algoritmos y BigData", la Inteligencia Artificial y la robotización. Por descontado, la UE no puede parar la globalización. Pero sí que puede y debe ayudar a gestionarla. A ordenarla y gobernarla. Prestando especial atención a quienes sufren terror a quedar atrás ante los cambios.
Restablecer la confianza en la dignidad del trabajo, la negociación colectiva y los salarios dignos son factores esenciales en esa restauración de la (arrumbada y añorada) agenda de la Europa social. La potenciación presupuestaria de la "garantía juvenil" (oportunidad de empleo, formación y educación asegurada a los jóvenes hasta un cierto umbral de edad) son claves para esa respuesta. Como lo es explicar -con convicción, fuerza moral y una política ejercida credibilidad- que tras el empobrecimiento de millones de europeos no cabe apuntar la culpa de minorías vulnerables, sino una acumulación de riqueza en cada vez menos manos cuya envergadura carece de precedentes históricos.
No nos faltan manifiestos para la movilización de la respuesta, que es desde luego imperativa. ¡Pero tampoco nos bastan ni éste ni otros mil manifiestos: urgen como nunca antes medidas y decisiones! Y votar, con todas nuestras fuerzas, el 26 de mayo: elecciones europeas, ese test existencial.