El enchufe como síntoma de un país estancado
El enchufe sigue siendo la primera vía de acceso a un trabajo en España. Hace unas semanas se publicaban los resultados de una macroencuesta que decían que más de un tercio de los universitarios recurre a los conocidos para hallar empleo.
El enchufe sigue siendo la primera vía de acceso a un trabajo en España. Hace unas semanas se publicaban los resultados de una macroencuesta (más de 13.000 alumnos consultados en 46 campus privados y públicos de todo el país) que decían que más de un tercio de los universitarios recurre a los conocidos para hallar empleo. Es la vía más rápida y segura, muy por delante del contacto directo con las empresas, los portales especializados o los servicios de prácticas de las universidades, los COIE.
Es una disfunción inasumible y lanza un mensaje bastante desalentador, pues al final lo que se les dice a nuestros jóvenes y, por extensión al resto de la sociedad, es que los méritos son secundarios y la igualdad de oportunidades una quimera. Y que, en su lugar, lo que cuenta por encima de todo son las relaciones, en muchos casos determinadas por el nivel económico heredado y por las posibilidades de los padres y de la familia. Estamos ante una manifestación más del bajo rendimiento económico que tiene el conocimiento cualificado en España.
También el dato deja en evidencia la gestión de las universidades, y concretamente de sus oficinas de orientación laboral y colocación, los famosos COIE, que en algunos campus son inexistentes y que en otros siguen sin conectar a los alumnos con las empresas que les podrían contratar.
La pervivencia desde la noche de los tiempos del enchufismo es una muestra clara de que en este país fallan sobre todo las instituciones y los incentivos, y no tanto la formación de los alumnos o incluso las inversiones destinadas a educación, por más que en los últimos años se hayan resentido y los recortes hayan sido drásticos.
Carlos Sebastián, catedrático de Economía con experiencia en la política y que fue primer director de Fedea, ha escrito un libro, España estancada, por qué somos tan ineficientes, que insiste en la idea de que nuestro gran problema está sobre todo en el marco institucional, en las normas y leyes que nos hemos dado para organizarnos.
Sebastián sigue la tesis de Acemoglu y Robinson de que la prosperidad de un país depende mucho más de sus instituciones y de la confianza que tengan sus ciudadanos en ellas, que del petróleo o el gas que tenga su subsuelo, la posición estratégica, la cultura que atesore o el clima que disfrute, por benigno que éste sea.
En este sentido, la historia reciente de este país es un fracaso reiterado si se atiende al desarrollo de su armazón institucional. Desde principios de los 90, mantiene Sebastián, España sufre un deterioro imparable. El impulso reformista de la Transición se fue perdiendo con los años y, en su lugar, empezó a consolidarse un estado clientelar, jurídicamente inseguro y profundamente ineficiente. Al cabo de los años, las consecuencias son conocidas por todos: las cúpulas de los partidos han colonizado una buena parte de la vida pública y han neutralizado o eliminado los organismos de control, creando una estructura clientelar por todo el país; los políticos también han intentado ocultar sus intereses con una producción legislativa elevada y bien publicitada, pero confusa y de escasa calidad; y también ha pervivido y medrado una élite empresarial alrededor del poder político, de oscuros contratos públicos y del BOE.
Carlos Sebastián ha escrito un libro bien documentado y que, pese a su corta extensión (algo más de 200 páginas) baja al detalle jurídico y económico para ilustrar los males del reciente diseño institucional español, que, por poner unos cuantos ejemplos, se ven a las claras en la mal planteada y escasamente efectiva Ley de Emprendedores, lanzada a bombo y platillo por el Gobierno para promover la actividad empresarial en tiempos de crisis; en las mil y una modificaciones de la Ley Concursal; en el indefectible retraso con que se adaptan las directivas europeas por estos pagos; en la defensa de los intereses de las grandes empresas que destila la regulación energética en España; en el oscurantismo que dominan los contratos públicos o en los fraudes de ley en que incurre la propia Administración, que, sin ir más lejos, incumple reiteradamente la legislación en materia de plazos de pago, abocando a la bancarrota de tantas pymes y autónomos.
Volviendo al tema de la educación, Sebastián insiste en que, llegado a ciertos umbrales de inversión, los incrementos del gasto se notan poco en la mejora del sistema, y que son más efectivos cambios institucionales que tienen que ver con la gestión de los centros y el incentivo del trabajo de los profesores y del esfuerzo de los alumnos. Sebastián cree que está sobrevalorada la relación entre educación y crecimiento económico. Y que la ecuación se escribe más bien al revés. Será una sociedad de leyes claras y justas, basada en el mérito y el esfuerzo y en la audacia de sus empresarios, la que tirará necesariamente del sistema educativo.
Desgraciadamente, estamos en una economía que valora poco la competencia y el esfuerzo y que considera sobremanera la cercanía al poder y las relaciones de amistad, el dichoso enchufismo que hoy sigue siendo la vía más segura para conseguir un empleo o ascender en el escalafón. Algo que tan bien siguen entendiendo nuestros universitarios. Y eso, me temo, es un nefasto mensaje y son malas noticias para todos en el largo plazo.