El verano que se fue y los libros que nunca leímos
A partir de cierta edad, el verano es casi todo promesa. Cuando uno deja de ser niño, el verano es inmenso. En esos días del estío en que el sol cegador borra las horas y los matices, me imagino bostezando, con todo el tiempo del mundo para abordar las lecturas tantas veces pospuestas durante los meses oscuros del deber.
A partir de cierta edad, el verano es casi todo promesa. Cuando uno deja de ser niño, el verano es inmenso, luminoso, pero sólo mientras uno lo espera. Luego, cuando llega, se vuelve breve, esquivo. Durante el año, en los meses de frío y oscuridad, me imagino muchas veces bajo una higuera, tumbado, desconectado, indolente, bebiendo vino helado y comiendo pimientos en aceite. Así describe una punta del paraíso Manuel Vicent, y yo se la he comprado, por si acaso.
En esos días del estío en que el sol cegador borra las horas y los matices, me imagino bostezando, con todo el tiempo del mundo para abordar las lecturas tantas veces pospuestas durante los meses oscuros del deber. Allí, bajo ese árbol mediterráneo, anestesiado por su aroma dulzón y la humedad salada del mar, me veo rodeado de esos libros que durante meses sólo pude ver de refilón, mientras cogían polvo en la estantería de casa o en la mesilla de noche, abandonados por la rutina y las obligaciones.
Ésas son mis lecturas del verano, las aplazadas durante tantos meses frenéticos de idas y venidas al colegio con los niños, o al trabajo, o a la compra, o al médico. Libros que relegué por el dichoso running, esa droga de nuevo cuño que tanto nos recomendamos a cierta edad. Debajo de esa higuera idílica, en esa isla silenciosa del Mediterráneo que me he apropiado con la imaginación (porque es gratis), me volveré a encontrar con los queridos libros tantas veces ignorados.
Yo no tengo, pues, lecturas propiamente veraniegas. Las mías son las que quedaron pospuestas por la vorágine de la ciudad, la familia o la pereza. Este año volveré a pecar de ambicioso, y en la maleta meteré ocho o nueve títulos, para un verano presuntamente eterno que, otra vez, me temo, pasará como un suspiro. A la isla de la higuera y los pimientos con aceite me voy a llevar esta vez el primer volumen de los diarios de Iñaki Uriarte, el único que me queda por leer de ese hedonista descreído y de palabra precisa y puntiaguda, un escritor a contracorriente y al que últimamente tengo en un altar.
También en un altar tiene el propio Uriarte al pensador francés Michel de Montaigne. Para acercarme a Montaigne, al gran Montaigne, al pensador total, que dirán algunos, un amigo me ha recomendado el librito que le dedica Stefan Zweig. Me interesa porque, como dicen en la contraportada, no está escrito con la frialdad del erudito, sino con la claridad expositiva, la amenidad y el pulso literario que es común en muchas obras del autor austriaco. En fin, promete unas cuantas horas de felicidad.
Si hay tiempo y ganas, también me leeré El elogio del individuo, un ensayo del brillante Tzvetan Todorov sobre la pintura flamenca del Renacimiento y la capacidad que tuvieron aquellos artistas para liberarse del yugo eterno de lo sagrado y darle el protagonismo al hombre corriente y su entorno cotidiano.
También retomaré El olvido que seremos, el sentido y muy sincero recuerdo que hace colombiano Héctor Abad Faciolince de la figura de su padre, médico que murió a manos de un sicario en el centro de Medellín. Se trata, por lo que he podido leer hasta el momento, de un libro desgarrador, pero también de un canto a la vida y la amistad.
Y, para rematar la faena, también me espera un ensayo de actualidad:El fin del poder, del venezolano Moisés Naim. Es un libro que se puso de moda, y se agotó literalmente de Amazon, cuando Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, lo escogió para inaugurar el club de lectura de su red social. Anécdotas aparte, se trata de un pormenorizado estudio que echa por tierra esa creencia de que el poder cada vez está más concentrado o sigue recayendo en las mismas manos. Naim sostiene, y demuestra a lo largo de 400 páginas, que el poder está cada vez más repartido y que los fuertes son cada vez más vulnerables porque la posibilidad de que haya cambios se ha multiplicado.
Y, por último, también me ha quedado del crudo invierno una lectura de trabajo a la que espero darle salida en estos meses de calor. Es la historia de superación de Bill McDermott, un chaval de clase trabajadora de Long Island, en Nueva York, que, sin haber acabado el bachillerato, pidió un crédito para comprarse la tienda en la que ayudaba y, al cabo de los años, acabó dirigiendo SAP, una de las mayores empresas de software del mundo. Winners dream. A journey from corner store to corner office es su peripecia vital y profesional, un libro pensado para animar a los emprendedores y divulgar técnicas de liderazgo entre directivos.
Estos, y alguno más que entrará a última hora, son los libros que me llevo para las vacaciones. En todo caso, me temo que volveré con muchas de estas lecturas a medias o sin hacer. Y con la confirmación de que los anchurosos veranos de nuestra infancia, aquella sucesión casi infinita de días donde la aventura y la excitación se mezclaban con el tedio en el hogar paterno, no volverán nunca más.