Los perros de Pushkar
El somnoliento conserje contempló con estupor cómo volvía de mi excursión: con un cortejo de veinte perros, al que se habían unido dos muchachos que tocaban música con una especie de violín, con mi círculo rojo en la frente, la camiseta de Brasil y las chanclas en la mano, el día en que los perros de Pushkar me convirtieron en un dios.
Pushkar es una pequeña ciudad perdida del desierto del Rajastán famosa por su lago sagrado y la feria de camellos que se celebra en otoño. Sus casas de colores se derraman alrededor del lago verde y espeso, al que se accede por unas escalinatas (los ghats).
Mi primera tarde en Pushkar fue una pequeña decepción: vi lo mismo que había visto ya en Fátima o Lourdes, demasiado negocio y poco espíritu. Sin embargo, a la mañana siguiente, me desperté hacia las cinco con el ruido de los tambores y campanas de los peregrinos que se acercaban a bañarse al lago al amanecer (en julio amanece hacia las cinco de la mañana en La India). Cogí mis chanclas y salí a dar un paseo. Tuve que pasar por encima del chico de la recepción del hotel, que dormitaba en un camastro interrumpiendo el paso hacia la puerta.
-Walking?, me preguntó sonriendo.
-Yes, respondí en inglés perfecto, como si hubiese nacido en el mismísimo Soho londinense.
Salí a la calle todavía oscura y un perro flaco que también dormitaba entre la basura comenzó a menear el rabo y se acercó a olisquearme. Me dan pánico los perros así que hice con la boca ese sonido que aprendí de pequeño para espantarlos, pero le debió gustar y comenzó a hacerme alegrías y a saltar a mi alrededor. Me acerqué hacia las escaleras y me descalcé (es signo de respeto caminar descalzo cuando se está a menos de 20 metros de lago, más o menos). El lago es muy pequeño y desde mi sitio podía ver de dónde provenía la algarabía de tambores y campanas: justo enfrente, en el ghat principal, un movimiento de saris y ropas anaranjadas anunciaba el próximo baño ritual. No soy experto en hinduismo pero el ritual del baño consiste fundamentalmente en bañarse. A la salida del sol, los dioses bajan al Ganges o al lago sagrado de Pushkar, por lo que meterse en el agua a esa hora conlleva la proximidad a ellos y la posibilidad de obtener su bendición. Justo en ese momento, una vaca enorme decidió sentarse en el sitio en el que yo había dejado mis chanclas, y no tuve el valor de molestarla, y menos tan cerca del lago sagrado, así que comencé a caminar descalzo junto a la orilla para acercarme a la zona de los rituales. A mi perro se le habían unido dos más, que saltaban encantados y comenzaban a mordisquearme los tobillos. Yo continuaba chasqueando la lengua, lo que parecía hechizarles, así que, para la hora en que llegué al ghat principal, llevaba a mi alrededor una docena de perros flacos que movían el rabo y saltaban y jugueteaban entre ellos. La visión de un turista blanco con una camiseta de Brasil, calvo y con gafas, descalzo y rodeado de perros causó una conmoción en el ghat: todo se detuvo, todas las miradas se concentraron en mí. Entonces se me acercó una señora mayor con un sari amarillo y rosa, me inspeccionó detenidamente y, señalándome los pies, comenzó a reír y a tocar las palmas: se había dado cuenta de que tengo dos dedos de los pies pegados, lo que pareció haber interpretado como un signo de buena suerte. Hizo que me sentara, rodeado de mis perros, y comenzaron a acercarse algunos de los bañistas, que no solo contemplaban mis pies sino que los tocaban y mojaban de agua sagrada. Me pintaron un círculo rojo en la frente.
Lago de Pushkar. Foto: JOSÉ LUIS SERRANO.
Vi cosas bellísimas aquel día: una mujer embarazada con un sari mojado medio transparente derramaba agua verde sobre su barriga mientras entonaba algo parecido a "ram ram ram", una anciana inválida recibía desde lo alto de la escalinata el agua del río que sus hijos y nietos le traían arrodillándose ante ella y mojándole con sus labios los pies, la barriga o la cabeza, dos ancianos se ayudaban a bajar los escalones hacia el agua pastosa, se frotaban de jabón mutuamente, se lavaban los dientes, se secaban el pelo apoyándose el uno en el otro...
Cuando el sol ya estaba alto y amarillo en el horizonte decidí volver. La vaca parecía que había decidido marcharse y mis chanclas ya eran libres al fin. Los perros se levantaron tras de mí y me acompañaron hasta la puerta del hotel.
El somnoliento conserje contempló con estupor cómo volvía de mi excursión: con un cortejo de veinte perros, al que se habían unido dos muchachos que tocaban música con una especie de violín, con mi círculo rojo en la frente, la camiseta de Brasil y las chanclas en la mano, el día en que los perros de Pushkar me convirtieron en un dios.