Informe sobre ciegos (voluntarios)
Si la sociedad catalana no desea una repetición del clan Pujol, debe cuestionarse qué medios jurídicos, sociales, culturales o de otro tipo deben establecerse para evitar ser gobernada por una banda de ladrones. Nadie negará que la política catalana hace tiempo que dejó de ser aquel oasis del que se ufanaba la sociedad catalana frente a las turbulentas aguas del centro mesetario.
Hay episodios en la historia de una sociedad que alcanzan una relevancia tan sobresaliente que cada uno de nosotros se pregunta y se suele acordar de dónde se encontraba en ese momento concreto. Así para la generación mayor a la mía, un acontencimiento de esa naturaleza fue la llegada del hombre a la Luna. Para muchos norteamericanos, un hecho parangonable por el impacto social y político fue el asesinato de JFK. Salvando las distancias, para mi generación, al menos para los que lo vivimos más de cerca, la proclamación de Barcelona como sede de los JJOO de 1992.
El preguntarse por la ubicación o el papel de uno mismo en un hecho particular de la historia lleva no solo a una evocación nostálgica del pasado sino a cuestionarnos cómo éramos, qué hacíamos en ese momento o época concreta. Es por eso que tiene cierto sentido que cuando llega el fin de un año, tengamos esa propensión hacia el recuerdo.
Esta tendencia aumenta en algunas ocasiones en función de cómo se prolonga el pasado en el presente. Así sucede con el caso de la familia Pujol, de la que cada cierto tiempo conocemos nuevos datos de sus tropelías. Así, el magistrado que instruye la causa ha calificado recientemente el modus operandi de la familia como el propio de los grupos criminales. Es difícil sustraerse a lo que supone tal calificación aplicado al que ha sido presidente del Gobierno de una comunidad autónoma que aspira a ser un Estado. Y sin embargo, en los principales medios de comunicación catalanes ha sido tratada como una noticia de segundo o incluso de tercer orden.
Pero si nos preguntamos entonces qué estuvimos haciendo como sociedad (en especial, la catalana) durante 23 años, la respuesta es desoladora. ¿Cómo pudo ocurrir que la familia del presidente actuara como "banda criminal" y nadie supiera nada? Sobre todo, teniendo en cuenta que la catalana es una sociedad oligárquica relativamente pequeña y donde el número de familias bien no pasa de cuatrocientas, como señaló en su momento Félix Millet.
Por eso, es difícil que la familia Pujol obrara sin connivencias varias, y en este sentido también habría que ver la responsabilidad (al menos, política) de la familia latu sensu que apoyaba tan ciegamente al líder carismático, empezando por el que fue su ahijado político, conseller de Economía en aquellos tiempos y actual presidente de la Generalitat en funciones. Por supuesto, en una sociedad genuinamente democrática la responsabilidad es general, incluyendo al propio ciudadano al que se exige un papel activo en el control de las instituciones públicas.
Pero dicho esto, hay un estamento que queda especialmente retratado, pero en el cual no se ha puesto apenas el foco: los medios de comunicación catalanes. Si es común apuntar que aquéllos son el cuarto poder y que una de sus funciones es el control de los otros poderes, ¿qué legitimidad tienen como mecanismos de vigilancia si no vieron nada, o si lo vieron, miraron para otro lado? ¿Dónde estuvieron durante todos esos años? No es que se les pida que sean capaces o sean suficientemente valientes como para descubrir un "Watergate", pero sí, al menos, o un "Gal" o "Bárcenas" catalán... Porque nadie negará que la política catalana hace tiempo que dejó de ser -si es que en algún momento lo fue- aquel oasis del que se ufanaba la sociedad catalana frente a las turbulentas aguas del centro mesetario.
Ya instalados entonces en una realidad no muy distinta a otras de la península ibérica, el sangrante caso Pujol plantea dos asignaturas pendientes para el eventual proceso de construcción de un nuevo Estado, también ineludibles aun si no hay tal proceso. En primer lugar, si la sociedad catalana no desea una repetición del clan Pujol, debe cuestionarse qué medios jurídicos, sociales, culturales o de otro tipo deben establecerse para evitar ser gobernada por una banda de ladrones, pues esa es, según San Agustín la condición mínima que justifica la existencia de un Estado. En segundo lugar, los propios medios de comunicación catalanes deberían hacer autocrítica y cuestionarse si en lugar de ser el cuarto poder no han sido un simple apéndice del segundo poder. Y si lo han sido, ¿a cambio de qué? Y por otro lado, no estaría mal que dejaran de mirar condescendientemente a la caverna mediática madrileña, sin la cual, curiosamente, quizá no hubiéramos llegado a conocer algunos de los pillajes del clan Pujol. Pero si estas dos cuestiones no han sido centrales en los distintos comicios celebrados recientemente, ¿qué oscuros motivos se habrán dado para ocultarlos al debate ciudadano?