El nazi bueno o la banalidad del mal según H. Arendt
Cuando el mal es cometido por una organización, cuando éste tiene carácter colectivo, no es descartable que en el puente de mando haya monstruos morales, pero entre los mandos intermedios e inferiores lo más probable es que se encuentren seres normales.
Puede parecer una contradicción o incluso una provocación calificar a un nazi de bueno. De alguna manera, esto fue lo que le ocurrió a Hannah Arendt con su famoso libro Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal dedicado al juicio llevado a cabo en Jerusalén en 1961 contra Adolf Eichmann, encargado dentro de la estructura de poder nazi de organizar el traslado de los judíos de toda Europa a Auschwitz. El juicio despertó una gran expectación mundial no solo por ser Eichmann uno de los pocos jerarcas nazis que quedaban vivos, sino también porque el proceso fue retransmitido por televisión. La reciente película de Margaret von Trotta ha vuelto a poner dicho libro en la picota. En realidad, la filósofa de origen alemán no llegó tan lejos como para calificar a un nazi como una buena persona. Se limitó a señalar que el tipo de nazi que estaba representado por Eichmann era una expresión banal del mal. Aun así, el juicio no deja de ser sorprendente y hasta provocador, pues en el inconsciente occidental la maldad humana está representada por Hitler y sus secuaces. Además, que fuese una persona de tan alta reputación académica y además, judía que tuvo que emigrar de su patria alemana alertada por las crecientes amenazas nazis, ayuda a entender que generara animadversión e incluso resentimiento entre los propios judíos que veían en dicho retrato una rebaja de la maldad que fue el Holocausto.
La calificación de Eichmann como representación banal del mal viene dada por la imagen que éste transmitió de burócrata gris, débil de voluntad, amante del orden, servicial, obediente ciego de las órdenes que provenían de la superioridad. Es probable que Arendt esperara encontrar en Eichmann la encarnación del mal con mayúsculas, un monstruo sádico moral. Alguien con una mente perversa o con un odio desaforado hacia los judíos. Pero a pesar de que durante el juicio el fiscal trató de caracterizarlo de esa guisa, lo cierto es que no fue esa la impresión que obtuvo Arendt. Eichmann era un hombre corriente que entró en la maquinaria nazi y llevó en efecto, actos conducentes al genocidio. Pero psicológicamente distaba mucho de ser un individuo malvado y cruel como podríamos imaginarnos a otros nazis. Posiblemente ningún test psicológico lo hubiera calificado como un ser patológico o especialmente peligroso.
Lo cierto es que a pesar de las críticas recibidas hay algo en el retrato de Arendt sobre Eichmann y en especial en la expresión "la banalidad del mal" que parecen acertados. Los primeros estudios psicológicos acerca de la maldad de los nazis llevaron a pensar que existía algo así como una "personalidad autoritaria", concepto acuñado por Theodor Adorno. Otros psicólogos hablaban de personalidades con tendencias fascistas. En cualquier caso, según estos enfoques habría individuos cuyo carácter estaría caracterizado por varios rasgos recurrentes: 1) una visión del mundo como una selva peligrosa, lleno de seres egoístas; b) una visión jerárquica de la estructura social; c) una alta valoración de signos externos de poder y estatus; d) una valoración negativa de la simpatía y la generosidad (identificadas con inferioridad) y en cambio, una valoración positiva de la fuerza y la crueldad (identificadas con una naturaleza "superior").
Sin embargo, esta visión de la psicología protonazi (con la que el fiscal del proceso contra Eichmann quizá hubiera estado de acuerdo) no obtuvo suficiente crédito entre los psicólogos que seguían preguntándose por qué tantos alemanes normales, probablemente buenas personas en su ámbito doméstico, se convirtieron en genocidas en tan poco tiempo. De hecho, dos estudios parecieron convalidar el diagnóstico de la filósofa alemana. En el primero, que se desarrolló casi simultáneamente al proceso de Jerusalén, Stanley Milgram constató cómo personas de la calle sometidas a la influencia de la autoridad (en este caso un científico) son capaces de producir daños severos a personas inocentes por el mero hecho de responder equivocadamente una serie de preguntas. La conclusión a la que llegó fue que: "Tras haber sido testigo de cómo cientos de personas corrientes se sometían a la autoridad en los experimentos que nosotros llevábamos a cabo, me es preciso concluir que la concepción de Arendt sobre la banalidad del mal se halla mucho más cerca de la verdad de lo que se pudiera uno imaginar. La persona normal que hacía llegar una descarga sobre la víctima, lo hacía por un sentido de obligación -por una concepción de sus deberes como sujeto de experimentación- y no por una tendencia peculiarmente agresiva".
Diez años después de que Milgram realizara su experimento, otro psicólogo, esta vez de la costa oeste norteamericana llevaría a cabo otro experimento destinado a ser uno de los más famosos de la historia de la psicología: El Stanford Prison Experiment (SPE). Como en el caso del experimento de Milgram, Zimbardo quería probar de qué manera los individuos cambian sus patrones de conducta en ciertas circunstancias: si colocamos a gente buena en un lugar malo, ¿la persona triunfa o acaba siendo corrompida por el contexto?, ¿de qué manera cambiamos nuestro patrón de conducta individual cuando actuamos dentro de un colectivo? La respuesta a la que llegó Zimbardo está ya presente en el título de su libro: El efecto Lucifer y también en su primer capítulo La psicología del mal: transformación del carácter por la situación: "Podemos dar por sentado que la mayoría de las personas, en la mayoría de las ocasiones, son seres morales. Pero imaginemos que esta moralidad es como un cambio de marchas que en ocasiones se sitúa en punto muerto. Cuando ocurre esto, la moralidad se desconecta. Si el coche se encuentra en una pendiente, tanto él como el conductor se precipitan cuesta abajo. Dicho de otro modo, lo que determina el resultado es la naturaleza de las circunstancias, no la destreza o las intenciones del conductor".
Sin que haya constancia de que Arendt conociera los resultados de Milgram y Zimbardo, llegó a una conclusión similar. Cuando el mal es cometido por una organización, cuando éste tiene carácter colectivo, no es descartable que en el puente de mando haya monstruos morales, pero entre los mandos intermedios e inferiores lo más probable es que se encuentren seres normales que involucrados en ese contexto grupal y bajo el influjo de una poderosa autoridad renuncien a la autonomía moral en aras del reconocimiento y aceptación del grupo. Por ello, no es extraño que en esos contextos haya una gran dosis de verdad en la frase de Dwight MacDonald: "Debemos temer más a la persona que obedece la ley que a quien la viola". Eichmann fue uno de tantos alemanes normales que deseoso de ser aceptado por sus superiores o por el grupo, voluntariamente se cegó para seguir órdenes inmorales. En eso reside el carácter banal del mal: que no es exclusivo de los monstruos.