Procesos soberanistas: ¿Una Europa de las naciones?
Podría afirmarse que cuando la temperatura nacionalista se mantiene en un nivel de baja intensidad no suele haber problemas. En cambio, cuando sube de temperatura en un colectivo, no es desdeñable pensar que pueda originar que otros nacionalismos también suban de grado. Y es así como una gran parte de las guerras acontecidas en la historia han tenido como origen el nacionalismo.
El nacionalismo es una cosmovisión de nosotros mismos y del grupo humano al que pertenecemos que nos proporciona una evidente seguridad, confort, identidad colectiva y personal, ya que compartimos, según los casos, una lengua, una religión, unas costumbres, unas tradiciones, etc.
El romanticismo decimonónico contribuyó a destacar el carácter natural de las naciones, así como las ventajas que ofrece esta forma de entender el mundo en un contexto donde comenzaban a aparecer los perniciosos efectos del capitalismo industrial: desarraigo social, pérdida de los lazos familiares más sólidos, etc. El nacionalismo está así fuertemente enraizado en nuestra psicología y, de cierta forma, vemos la realidad a través del prisma que éste nos ofrece: catalogamos a los individuos según factores que están ligados a su identidad nacional.
Simplificamos nuestra visión del mundo a través de dicha lente. Interpretamos la historia como una narración en el que el "nosotros" es el protagonista y el resto de países son normalmente los enemigos con los que hemos ido labrando, según las circunstancias, alianzas, o disputado batallas. Y qué decir de nuestros intereses: van inexorablemente ligados a los de la patria. Si una empresa de nuestra nación gana un concurso para quedarse con los servicios aeroportuarios de otro país, lo vemos como un logro nuestro, y al revés, nos sentimos afrentados si una de "nuestras empresas" es nacionalizada indebidamente por ese mismo país.
Sin embargo, el nacionalismo tiene un potencial de peligrosidad que no debería dejar ser tenido en consideración por todos los que lo alientan. De cierta forma se podría establecer una analogía con la energía nuclear en el sentido de que cuando las centrales atómicas que producen electricidad funcionan correctamente es posiblemente la mejor de las formas de producción energética conocida: no es excesivamente cara, no genera contaminación y evita que acabemos con los recursos naturales del planeta. Así mientras las centrales nucleares funcionan con regularidad son pocos los que se acuerdan de ellas, ya que garantizan a un coste asumible la energía que todos necesitamos para vivir cómodamente. Sin embargo, cuando algo falla en una central, los riesgos que se desatan son terroríficos, ya que amenazan con tener efectos casi planetarios.
Salvando las distancias, podría afirmarse que cuando la temperatura nacionalista se mantiene en un nivel de baja intensidad no suele haber problemas. En cambio, cuando sube de temperatura en un colectivo, no es desdeñable pensar que pueda originar que otros nacionalismos también suban de grado. Y es así como una gran parte de las guerras acontecidas en la historia han tenido como origen el nacionalismo. En concreto, las dos guerras mundiales del siglo pasado tuvieron a aquél como la principal causa. Otras guerras menores que desembocaron en genocidios no fueron la excepción: los casos de Ruanda y la ex-Yugoslavia.
Y es que el nacionalismo implica que debemos pagar un precio por la protección y calor hogareño que nos da reconocernos parte de un "nosotros": creamos a los "otros", los distintos, con los que compartimos una frontera o aquellos con los que históricamente hemos tenido roces en el pasado, por la disputa de recursos naturales o cualquier otro bien valioso. Lo paradójico del caso es que la frontera simbólica entre el "nosotros" y el "ellos" no es natural, sino construida artificialmente. Como ya señaló Ignatieff con la expresión freudiana "el narcisismo de la diferencia menor", cuantos más son los elementos cercanos y similares, mayores son los esfuerzos del nacionalista por destacar los factores que separan a los integrantes de ambos colectivos.
Por otro lado, la visión del nacionalista conduce a una simplificación de la realidad. De esto dio cuenta Winston Churchill cuando respondió a la pregunta de un periodista: "¿Qué piensa de los franceses?" Y dijo: "No lo sé. No los conozco a todos". En esta misma línea, los relatos históricos del nacionalista suelen pecar de falta de objetividad, pues tratan de buscar cuanto más lejos en el tiempo el germen de la nación para así dotarle de solera; por otro lado, es frecuente que se enaltezcan las victorias y las conquistas (dejando de explicar eso sí, los daños producidos en los "otros") mientras que las derrotas son perfectas excusas para el victimismo en algunos casos, y en otros para mantener el rescoldo del odio y de la revancha futura.
Lo paradójico de este resurgir de las ideologías nacionalistas en Europa es que tras la Segunda Guerra Mundial se tomó conciencia en carne propia de los peligros del nacionalismo exacerbado y de que la paz en nuestro continente debería ser lograda mediante una cesión mutua de la soberanía de los Estados en aras de la construcción de la Unión Europea, un ente internacional en el que las particularidades nacionales no fueran el elemento crucial en la toma de las decisiones públicas. A cambio, aquellas quedarían protegidas en sus rasgos distintivos: la lengua propia, las tradiciones, la cultura local, etc. De ahí que los Estados hayan ido perdiendo competencias, mientras que las naciones, en lugar de desaparecer, han sido protegidas en los rasgos antes señalados.
Es remarcable que en este proceso de desestatalización europea, algunos nacionalismos reclaman ser actores estatales. Aunque es difícil pensar que en el contexto europeo puedan resurgir viejos enfrentamientos nacionales, es necesario dar cuenta de otro riesgo. Con el renacer de las visiones nacionalistas se puede dar lugar a una paradoja conocida como "la tragedia de los comunes". En este dilema se describe una situación en la cual varios individuos, motivados solo por el interés personal y actuando independiente pero racionalmente, terminan por destruir un recurso compartido limitado (el común) aunque a ninguno de ellos, ya sea como individuos o en conjunto, les convenga que tal destrucción suceda. Este es precisamente el peligro del resurgir de los nacionalismos en Europa, que los colectivos guiados por el interés propio acaben por destruir el bien común que todos valoramos, la Unión Europea, pues el resurgir de un nacionalismo no es un fenómeno aislado sino un proceso en cadena que genera que otros grupos también pretendan tener ese supuesto marchamo de calidad. La pregunta es si el proyecto de la Unión Europea es compatible con una Europa de las naciones (con Estado propio) o si no será la causa de su fracaso.