La maldición de Katmandú
Era la maldición de Katmandú, una ciudad de templos preciosos que se asienta en un valle entre montañas donde antes hubo un lago y donde el suelo es tan arcilloso que cuando llegan las lluvias del monzón las calles sin asfaltar se convierten en una piscina de fango. Sólo una incipiente burguesía nepalesa podía preocuparse de si la estructura de las casa era resistente a los terremotos. El resto tenía que conformarse con lo que podía permitirse.
Foto: PRAKASH MATHEMA/AFP
Lo llamaban el "gran terremoto" (the big earthquake), y muchos en Katmandú llevaban años temiéndolo. El último gran seísmo cerca de la capital de Nepal había sido en 1934, con varios miles de muertos y media ciudad destruida, y algunos sismólogos afirmaban que era un ciclo que se repetía cada 80 años, así que podía llegar de un momento a otro. Pero había expatriados que eran optimistas y decían que quizá otros temblores menores de los últimos tiempos podían haber liberado la energía que se generaba del choque entre las placas del subcontinente indio y de Eurasia, y que no había que ponerse en lo peor.
Lo cierto es que el tema salía una y otra vez en las conversaciones entre los occidentales a los que conocí durante el tiempo que viví en Katmandú, hace tres años, y que la mayoría se preparaba para lo que pudiera venir: a las casas de los que trabajaban en organismos internacionales iban técnicos especialistas para analizar la capacidad de resistir un terremoto que podía tener una vivienda, y cuáles eran los puntos débiles y fuertes de la estructura, para buscar un lugar donde poderse proteger. Los que teníamos menos presupuesto nos conformábamos con buscarnos viviendas que parecieran sólidas de verdad, con los pilares bien hundidos en la tierra, y con comprarnos una alarma antiterremotos estadounidense que decía anticipar con diez vitales segundos el momento de la sacudida brutal. Todos teníamos preparado un bag and go, un kit de supervivencia que poníamos a buen recaudo en el patio o el jardín de las casas, y que debía tener comida, bebida, ropa, linternas y tabletas para purificar el agua. Y una cosa más: había que estar en contacto con las embajadas europeas, -a mí me asignaron a la francesa-, por si el terremoto llegaba y se activaba un plan de emergencia y evacuación.
Era la maldición de Katmandú, una ciudad de templos preciosos que se asienta en un valle entre montañas donde antes hubo un lago y donde el suelo es tan arcilloso que cuando llegan las lluvias del monzón las calles sin asfaltar se convierten en una piscina de fango. Sólo una incipiente burguesía nepalesa podía preocuparse de si la estructura de su vivienda era earthquake resistant -resistente a los terremotos-, como me decía mi casero, Mr. Shyam, cuando me alquiló el piso. Pero la mayoría de la gente, en un país tan desigual, vive en una de las miles de casas que han proliferado como setas en el valle de Katmandú, sin ordenamiento ni planificación, en los últimos veinte años. O en las viejas viviendas típicas nepalesas de ladrillo rojo y madera, estrechas, pequeñas, con muy poca ventilación y dificultad para salir a toda prisa. Solo quedaba rezar.
Porque la religión y la resignación forman parte de una sociedad que estuvo muy aislada hasta los años sesenta del siglo pasado, y donde conviven una arraigadísima cultura hinduista de castas y una incipiente modernidad entre las generaciones que van de los veinte a los cuarenta años, algunos de los cuales han viajado fuera, consumen productos culturales globales o viven el cuerpo y la sexualidad con mayor libertad que sus padres. Pero en Nepal todavía hay mucha gente que piensa que las cosas dependen únicamente de designios divinos, que a cada uno le corresponde su suerte, y que la voluntad individual y colectiva de cambiar las cosas tampoco sirve de mucho si el cosmos y la trascendencia no giran en esa dirección. Es lo que el antropólogo nepalés Dor Bahadur Bista denominó el "fatalismo".
Sin embargo, también están los que desde hace años, en ONGs locales y extranjeras, han estado intentando sensibilizar a la gente y a la clase política de que podía venir una muy gorda, de que eran muy vulnerables y de que había que prepararse. Pero una de las cosas que más falla en Nepal es la Administación, a pesar de los miles de millones de dólares que han recibido en cooperación; desde los noventa, Nepal ha tenido una guerra civil entre el Estado y la guerrilla maoísta, un regicidio, un nuevo rey -luego derrocado-, una república federal, más de diez primeros ministros, asambleas constituyentes fallidas, corrupción infinita, y aún siguen sin constitución.
"La culpa de esto es del Estado, que sabía que esto iba a pasar, porque los científicos lo preveían y no han hecho nada. Los arquitectos decían que había que tirar casas viejas, pero nada, sólo algunos programas de protección en las escuelas", me cuenta a través del chat mi amigo Arun, que trabaja de guía turístico y lleva todo el día cuidando de sus clientes. Saudat, que es otro buen tipo al que conocí allí -y que siempre iba con su casco de motero y su pinta de malote a todas partes hasta que se marchó a estudiar a Australia- espera que "esto sea un punto de inflexión para nuestro país, porque ha sido una catástrofe". Otro amigo, Achyut, que era una especie de pensador que me instruía en filosofías orientales, me decía hoy que "era el horror más espantoso que había visto nunca, diez horas de temblores entre el terremoto y las réplicas".
Y ahora queda lo urgente: lo primero, cómo ayudar a un país con un sistema sanitario muy precario y una capital con un aeropuerto a medio gas y con dificilísimos accesos por carretera. Según Arun, "no hay luz y la gente está en la calle porque los temblores vuelven una y otra vez". Y cree que los muertos serán muchos más, porque "hay mucha gente sepultada y todavía quedan los de los pueblos, de los que no se sabe nada". "¿Qué podemos hacer para ayudar desde aquí, Arun?" "No lo sé, la verdad".
Pero también es cierto que los nepaleses son fuertes, resistentes. Aguerridos, como el buen amigo Dipendra, que nos recibió a mi chica y a mí cuando llegamos a Nepal, y que nos cuidó, nos guió y nos protegió durante meses, hasta la misma tarde en que regresé a España. Un día estaba yo paseando con él por la calle, obsesionado con el tema de los terremotos, y le pregunté si él no estaba preocupado: "Yo no tengo opción, Jorge. Si no, no podría vivir".