Diez cosas que el hijo adulto de un adicto quiere que sepas

Diez cosas que el hijo adulto de un adicto quiere que sepas

Hay adultos como yo en tu entorno que se nos hemos criado con unos padres adictos y, seguramente, no lo sabes. No sabemos qué es normal y a menudo nos comportamos de una forma chocante, o somos irritables o inseguros o frágiles o todo a la vez. No pretendemos ser así. Aquí tienes una lista de cosas que deberías saber de nosotros para entendernos mejor y, tal vez, ayudarnos a lidiar con nosotros mismos.

Glasses with an alcoholic drink on a damp glass tableigorr1 via Getty Images

Hay numerosos adultos en tu entorno --muchos de los cuales no podrías reconocer-- que saben de primera mano lo que significa criarse con un padre y/o una madre adictos. Por desgracia, también hay muchas personas --algunos de los que ahora están leyendo-- que son los seres queridos de esos adultos y que no saben lo que ha supuesto y sigue suponiendo para los suyos haber crecido rodeados por el caos. Para la mayoría de nosotros, hijos de adictos, toda nuestra infancia ha estado marcada por la disfuncionalidad. A medida que nos desarrollábamos, esta grave disfuncionalidad se iba traduciendo en un crecimiento emocional marcadamente tardío o atrofiado.

Es complicado ser hijo de un adicto, y no siempre podemos expresar con palabras esa dificultad. Incluso aunque hayamos ido a suficiente terapia como para comprarle un barco a nuestro terapeuta, es posible que sigamos siendo disfuncionales --y que ni siquiera lo sepamos--. Ten paciencia con nosotros mientras continuamos esforzándonos por mejorar.

Aquí tienes las diez cosas que nos gustaría que supieras, aunque no podamos decirlo en voz alta:

1. No sabemos qué es normal. La normalidad es un término relativo, de acuerdo. Pero nuestro concepto de lo normal se sale de la escala de lo relativo. Normal para nosotros puede incluir inestabilidad, miedo e incluso abusos. Lo normal puede ser un padre inconsciente en el suelo cubierto en su propio vómito. Normal podría ser también ser el responsable de las tareas del hogar, de tus hermanos, de tu(s) propio(s) padre(s) y, excepcionalmente, de uno mismo. Esta carencia profunda de comprensión sobre la normalidad nos conduce a la conclusión de que normal=perfecto, y que menos de perfecto es inaceptable. Perfecto es un término no negociable, y no hay matices ni tonos grises. Es todo o es nada.

2. Tenemos miedo. La mayor parte del tiempo. El miedo está oculto, a veces muy profundamente. Tenemos miedo del futuro, concretamente a lo desconocido. El desconocimiento ha sido nuestra realidad durante muchos años. A veces no sabíamos dónde estaban nuestros padres o cuándo regresarían. A veces no sabíamos si esa noche tocaba cenar o tocaba borrachera. Aunque ahora sepamos que es difícil que vuelvan a pasar cosas así, eso no hace que la vida sea menos aterradora. Este miedo puede expresarse de varias formas, desde la ira hasta las lágrimas. Probablemente no lo reconoceremos como una manifestación de miedo.

3. Tenemos miedo (segunda parte: hijos). Tenemos miedo a tener hijos y, cuando los tenemos, nos aterroriza la posibilidad de dejarlos tan destrozados como nosotros. Si somos capaces de reconocer nuestro propio daño, ten por seguro que no querremos infligirlo a nadie más. En realidad, no sabemos ser padres. Nos da pánico. Dudaremos de todo lo que hagamos y es posible que seamos sobreprotectores, por miedo a ser negligentes.

4. Nos sentimos culpables. Por encima de todo. No entendemos la autoestima. No tenemos límites bien definidos. Si tenemos que defender nuestra postura, sentimos culpabilidad. Nuestra vida está basada en la idea que Yo doy y no obtengo nada a cambio. No sabemos recibir.

5. Somos controladores. A menudo buscamos ejercer el control sobre todo y todos los que nos rodean, porque no sabemos qué es lo normal y por qué tenemos miedo. Este control puede manifestarse en casa, en el trabajo o en nuestras relaciones. Es posible que seamos inflexibles. Normalmente no lo consideramos una deficiencia. Es más, es probable que lo entendamos como una fortaleza.

6. Somos perfeccionistas. Somos despiadadamente críticos con nosotros mismos, con cualquier detalle. Porque en el marco de este diálogo autodestructivo, a menudo somos susceptibles a las críticas de los demás. Es un miedo muy enraizado al rechazo. Por favor, no te apresures y párate, si es posible, a elegir tus palabras con compasión. Probablemente tuvimos carencias afectivas. Necesitamos el cariño.

7. No tuvimos paz en nuestra infancia. No sabemos lo que es la tranquilidad. Resulta irónico que nuestra ambición sea la perfección y aun así lo que creamos sea caos. Confusión, estrés, desasosiego: nos encontramos cómodos en ese ambiente. Esas circunstancias nos resultan familiares, nos sentimos como en casa; pero no porque nos parezcan saludables, sino porque nos parecen normales.

8. Estamos a cargo de todo; incluso cuando no queramos (aunque siempre queremos). Esto se pone de manifiesto en particular en las hijas y, sobre todo, en las hijas mayores de una madre adicta (incluso tenemos nuestros propios libros). Porque estas mujeres --como yo misma-- han sido forzadas a asumir las responsabilidades de un(os) padre(s) incapacitado(s), también serán ellas las primeras en asumirlo todo, aun en su propio detrimento. En la sensación de responsabilidad está el quid de la cuestión. Y nos sentiremos responsables de todos, de sus emociones, sus necesidades, sus vidas. De hecho, es más sencillo hacerse responsable de los demás que de uno mismo.

9. Buscamos la aprobación. Constantemente. Nuestra autoestima es excepcionalmente baja. Nuestros padres adictos eran incapaces de ofrecernos el amor y el apoyo necesarios para que desarrolláramos apego hacia nosotros mismos. Así que buscaremos esa aprobación en todas nuestras relaciones. En todas. Esta necesidad de recibir el visto bueno de los demás se manifiesta generalmente en una actitud dispuesta al autosacrificio. Nos daremos por completo, aun en perjuicio propio. Por favor, recuérdanos que también cuidemos de nosotros mismos.

10. Vivimos en constante conflicto. Queremos ser perfectos, pero no podemos porque vivimos paralizados por el miedo. Queremos controlar todo cuanto nos rodea, pero necesitamos desesperadamente que alguien cuide de nosotros. Ansiamos sentirnos seguros de nosotros mismos, porque sabemos que esa es la clave para el control que buscamos, pero no podemos sentir esa autoestima porque crecimos creyendo que no valíamos nada.

A pesar de que, racionalmente, somos conscientes de que gestionar nuestros sentimientos

es nuestra responsabilidad, nuestro intelecto no siempre funciona a la par que nuestras emociones. Podremos sentirnos frágiles, aterrados, solitarios, irritados, inseguros o dependientes. O todas las cosas a la vez.

No pretendemos ser así. Probablemente, ni siquiera sepamos cómo somos.

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Esta historia de Joni Edelman apareció originalmente en ravishly.com y ha sido traducido del inglés de la versión estadounidense de 'The Huffington Post' por Diego Jurado Moruno.